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Capítulo I: 1814 - 1880 El Ministerio de Hacienda y la organización de la República

Casa de Moneda de Santiago.

1 · La administración de la Hacienda Pública en la capitanía general de Chile

Todo Estado requiere de los medios materiales para llevar a cabo sus funciones. En una economía monetaria, ello implica la creación de una institución a cargo de percibir los ingresos, realizar los pagos y llevar las cuentas correspondientes.

Desde los inicios de la colonización española en América, la Corona se preocupó de asegurar que los recursos provenientes del Nuevo Mundo fueran oportunamente percibidos y enviados a la Península para financiar las campañas militares y demás gastos en que estaba comprometido el monarca. La Real Hacienda, como lo indica su nombre, dependía directamente del Rey, sin que, por entonces, se hiciera distingo entre lo que pertenece al monarca y lo que pertenece al Estado.

La administración superior de la Hacienda estaba en manos de los organismos máximos de gobierno: el Consejo de Indias en España y los virreyes y gobernadores en sus respectivos distritos americanos. Sin embargo, era el monarca mismo, como señor de las tierras descubiertas, quien fijaba las condiciones para su explotación, las franquicias otorgadas a los colonizadores y la parte que le correspondía a la Corona[1].

El manejo de los dineros en cada gobernación estaba a cargo de oficiales reales que, en principio, eran nombrados por el Rey y dependían directamente de éste, si bien podían ser nombrados provisionalmente por las autoridades superiores locales debidamente autorizadas. Las cajas reales de cada provincia eran independientes entre sí, más allá de las subordinaciones políticas, y estaban sujetas a los mecanismos de control establecidos para vigilar a los funcionarios de la monarquía[2].

Fundación de Santiago. Obra de Pedro Lira, 1888.

Los oficiales de la Real Hacienda eran el tesorero, el contador, el factor y el veedor, siendo frecuente que estos dos últimos cargos fueran servidos por una misma persona. El tesorero era el “custodio de los tesoros del príncipe”, correspondiéndole el cobro de las rentas y multas a beneficio de la Corona y efectuar los pagos debidamente autorizados. El contador tenía a su cargo el cálculo de lo que entraba y salía de la Caja y era el que ordenaba los pagos contra la misma. El factor era el oficial a cargo de los “géneros y cosas en que es aprovechado el fisco” y la venta de las mismas, como también el encargado de guardar las armas y municiones. Por último, el veedor tenía funciones de vigilancia, especialmente en lo referido a la fundición de metales preciosos para el cobro de los derechos correspondientes. Por la interrelación de los oficios, estos funcionarios eran solidariamente responsables de sus actos.

Dado que la Corona devengaba los tributos desde el inicio mismo de la ocupación española de los nuevos territorios, era deber de los conquistadores nombrar provisoriamente a los oficiales reales. Fue así como, poco después de la fundación de Santiago en 1541, Pedro de Valdivia designó como tesorero a Jerónimo de Alderete, como contador a Francisco de Arteaga, como veedor a Juan Fernández de Alderete y como factor a Francisco de Aguirre. Estos destacados vecinos fueron los primeros funcionarios de hacienda en Chile. En los años siguientes se establecieron cajas reales en Concepción y Osorno, pero ellas fueron de corta vida. Más tarde, a principios del siglo XVIII, reaparece la Caja Real de Concepción y en la segunda mitad de la centuria se crean otras en Valdivia y Chiloé[3].

Jerónimo de Alderete, según ilustración idealizada de la obra de Alonso de Ovalle. Por Francisco Cavallo, 1646.

Los oficiales reales debían mostrar especial fidelidad, diligencia, desvelo e inteligencia en el desempeño de sus cargos. No podían ser comerciantes, arrendadores de impuesto ni deudores del fisco; tampoco podían tener minas ni ser encomenderos en su jurisdicción. Se requería haber estudiado en seminarios o escuelas, ser personas de buena reputación y carecer de toda codicia. Estas exigencias impidieron que su provisión se hiciera mediante ventas, como sucedió con otros oficios.

Una vez designado, el oficial real debía rendir fianza suficiente ante los oficiales de Sevilla; debía hacer un inventario jurado de sus bienes y prestar juramento de desempeñar el cargo con diligencia y buena fe y guardar el debido secreto en sus actuaciones.

La sede de los oficiales reales era la ciudad de Santiago, la indiscutida capital del reino desde comienzos del siglo XVII. Aquí estaba la caja real, de gran tamaño, de buena y gruesa madera con barras de hierro con buenas cerraduras y tres llaves, cada una en poder de uno de los oficiales reales. De ahí que para abrir la caja era precisa la concurrencia simultánea de los tres funcionarios. Las mismas precauciones se aplicaban respecto de la contabilidad: los dineros ingresados o retirados de la caja se anotaban en un libro borrador, del cual derivaban tres “libros de cargo y data”, uno para cada oficial. En el cargo se anotaban los ingresos y cobros y en la data, las salidas y pagos; la diferencia de uno y otro rubro debía dar la suma en caja. Los nombres de “cargo” y data” para las columnas de entrada y salida de dinero en la contabilidad se mantuvieron en los inicios de la República por lo menos hasta la década de 1830.

Plano de la Real Audiencia y sus Cajas Reales. Archivo fotográfico de la Dirección de Arquitectura del MOP.

Desde la creación de la Real Audiencia de Santiago, en 1609, los oidores o jueces de la misma tenían la responsabilidad de inspeccionar las cajas reales y las cuentas llevadas por los funcionarios, una tarea a la que se sumó posteriormente un nuevo funcionario, el Contador entre Partes. Pese a las ya mencionadas precauciones, hay testimonios que la contabilidad era llevada en forma deficiente[4].

Entre las muchas reformas implementadas por los monarcas borbónicos para mejorar la administración americana estuvieron aquellas destinadas a mejorar la recaudación fiscal. Una de ellas fue la creación de una Contaduría Mayor de Cuentas para Chile, destinada a mejorar el control financiero del reino y disminuir el influjo de la Real Audiencia en materias de dinero. El primer contador mayor fue Silvestre García, nombrado en 1767, quien logró ordenar la contabilidad antes de su fallecimiento, en 1774. Fue seguido por Gregorio González Blanco, que encontró fuertes resistencias a su gestión, y por José Tomás Echevers, nombrado en 1776.

Por entonces, las oficinas de las Cajas Reales estaban en el costado norte de la Plaza de Armas, junto con las de la Real Audiencia, vecinas al Palacio de Gobierno, según aparecen en un plano del ingeniero Leandro Badaran de 1780[5]. Sin embargo, una visita o inspección a la Real Hacienda de Chile en tiempos de Echevers daba cuenta que la oficina funcionaba en la casa del propio contador y que, como resultado de lo anterior, el horario de su funcionamiento era irregular[6].

Los asuntos de gobierno que involucraban gastos fiscales se veían en la Junta de Real Hacienda y que estaba integrada por los oidores, los oficiales reales, el fiscal y un escribano[7].

Edificio de la Real Audiencia y sus Cajas Reales.

Los principales rubros de ingresos ordinarios de la Corona eran: el almojarifazgo, que corresponde a los derechos sobre la importación y exportación de mercaderías, las alcabalas que gravaban las compraventas y permutas de bienes muebles e inmuebles; el quinto sobre la producción de metales preciosos, es decir el 20% del oro y de la plata extraída de la tierra y el tributo exigido a los indígenas sometidos como reconocimiento del vasallaje, un rubro que fue perdiendo importancia con la decadencia de los pueblos de indios y el aumento del mestizaje. Del siglo XVII era el impuesto llamado Unión de Armas para financiar gastos militares. De origen eclesiástico eran el diezmo que gravaba la producción agrícola y cuya percepción el papado había delegado a la Corona española a cambio de que se encargara de la evangelización de los indígenas, y la bula de la santa cruzada, que ofrecía determinadas indulgencias a cambio de una suma de dinero destinada originalmente a la lucha contra los musulmanes. A los anteriores habría que agregar el producto de los estancos, o monopolios fiscales, que en el caso de Chile correspondían a la venta de naipes y papel sellado y más tarde al expendio de tabaco, cuya implementación en Chile en 1753 suscitó algún alboroto. De carácter ocasional eran la media anata que gravaba la mitad de la renta del primer año de los oficios civiles, y la mesada eclesiástica, un gravamen equivalente al doceavo de las rentas eclesiásticas del primer año. En casos de emergencia la Corona también acudía a los “donativos graciosos”, cobrados a prorrata, y préstamos forzosos, obteniendo estos últimos de los dineros remitidos por los particulares a la Península[8].

José Miguel Carrera.

Los impuestos más fáciles de recolectar eran cobrados directamente por la Corona, mientras que la recaudación de otros, como el diezmo y las alcabalas, era entregada a particulares mediando un remate al mejor postor. Una de las medidas hacendísticas adoptadas por la monarquía borbónica para el reino de Chile fue suprimir el arrendamiento del cobro de las alcabalas, almojarifazgos y unión de armas y traspasarlo a los oficiales reales, una medida aplicada primero en la jurisdicción del obispado de Santiago y luego en el resto del territorio[9]. Las quejas generadas por esta medida podrían explicarse no solamente por vulnerar los intereses de quienes contrataban el cobro de los impuestos sino también por la mayor eficacia en la recaudación.

El resultado de estas reformas fue un marcado crecimiento en los ingresos, como se aprecia en las siguientes cifras para las Cajas Reales de Santiago entre 1740 y 1809:

Gráfico 1.1

Ingresos de las Cajas Reales de Santiago, promedio anual por decenios 1740-1809[10].

La creación de una secretaría de Hacienda en el Gobierno de Chile se produjo en circunstancias excepcionales. El gobierno autónomo surgido a raíz de la primera Junta de Gobierno organizada el 18 de septiembre de 1810, había proclamado su lealtad al rey Fernando VII. Sin embargo, a raíz de los sucesivos cambios de gobierno, se acentuaron las tendencias independentistas, especialmente después de que José Miguel Carrera se hiciera del poder. Ante el giro que tomaban los acontecimientos en Chile, el virrey del Perú decidió enviar una expedición al mando de Antonio Pareja. En vista de esta emergencia, el Congreso decidió nombrar a José Miguel Carrera como general en jefe del Ejército y designar una nueva Junta de Gobierno. Ante los reveses militares y la llegada de una nueva expedición desde el Perú, la Junta de Gobierno depuso a Carrera reemplazándolo en el mando por Bernardo O’Higgins. La suerte de las armas seguía adversa y luego de la captura de Talca por las fuerzas realistas, se resolvió reemplazar a la junta por un Director Supremo con plenos poderes[11].

Bernardo O’Higgins, 1823.

Manuel Rodríguez.

El 14 de marzo de 1814 fue elegido para desempeñar este cargo Francisco de la Lastra. Junto a él asumen tres secretarios quienes, a diferencia de los que habían desempeñado estos cargos en los años anteriores, se encargan de carteras específicas: Juan José Echeverría ocupó la secretaría de Gobierno, que corresponde a Interior, el sargento mayor Andrés Necochea la de Guerra y el abogado José María Villarreal Osorio la de Hacienda. Este último, pues, debe considerarse el primer ministro de Hacienda de la República[12].

Un mes más tarde, Juan José Echeverría asumía en forma interina la secretaría de Hacienda. Este tampoco duró mucho en el cargo, porque el 23 de julio Francisco de la Lastra fue removido a raíz de un golpe militar de José Miguel Carrera y la designación de una nueva junta presidida por éste. El cambio de gobierno implicó un cambio en las secretarías. Bernardo Vera y Pintado pasó a ocupar las carteras de Gobierno y Hacienda, siendo reemplazado en ambas por el legendario guerrillero Manuel Rodríguez Erdoyza el 10 de agosto[13].

Poco iba a durar este gobierno debido al avance de las fuerzas realistas comandadas por Mariano Osorio, que habían sido enviadas por el virrey del Perú. Estas fuerzas vencieron al ejército patriota atrincherado en Rancagua y el 9 de octubre, Osorio entró a Santiago para asumir el gobierno.

Poco sabemos de Villarreal hasta esta fecha. Se recibió como abogado en septiembre de 1801. Prestó declaraciones en el juicio contra Ovalle, Rojas y Vera y Pintado, respecto de las cuales alegó posteriormente que ella había sido suplantada cambiándose la foja respectiva del expediente. Confirma sus simpatías patriotas, su asistencia al cabildo abierto del 18 de septiembre de 1810 y su firma del proyecto de reglamento constitucional de 1812. Después del triunfo de Maipú reaparece en la esfera pública como uno de los miembros de la comisión encargada de redactar el Reglamento Constitucional de 1818 que rigió durante la mayor parte del Gobierno de O’Higgins, siendo luego secretario del senado conservador constituido ese mismo año. Terminado el Gobierno de O’Higgins, Villarreal fue elegido diputado suplente a la asamblea provincial de Santiago en 1823. No tuvo posterior figuración en cargos de gobierno y falleció en 1834[14].

Juan José Echeverría, quien lo sucedió interinamente hasta el golpe de Carrera, era abogado, graduado de la Universidad de San Felipe. Al igual que el anterior, asistió al Cabildo Abierto de 1810. Luego de la derrota de Rancagua en 1814, las autoridades realistas lo desterraron a Juan Fernández[15].

El gobierno realista reinstaurado después de Rancagua sólo se mantuvo hasta febrero de 1817 cuando una avanzada del Ejército Libertador triunfó en la batalla de Chacabuco. El gobernador Francisco Marcó del Pont huyó a Valparaíso y ahí se embarcó rumbo a Lima, mientras las fuerzas patriotas entraban a la capital el 16 de ese mes. Los esfuerzos del virrey del Perú por recuperar el control de Chile para la corona española tuvieron algún éxito inicial, pero el triunfo de los patriotas en Maipú, en abril de 1818, confirmó la independencia de Chile, proclamada unos meses antes.

Retrato de Hipólito Francisco de Villegas Quevedo. Obra de José Gil Castro.

El nuevo gobierno estaba encabezado por Bernardo O’Higgins en calidad de Director Supremo. Contaba en sus inicios con tan solo dos ministros; el de Gobierno y el de Guerra. El nombramiento del ministro de Hacienda quedó aplazado porque Hipólito Villegas, la persona escogida para el cargo, se encontraba por entonces en Buenos Aires. Por otra parte, al poco tiempo O’Higgins debió partir al sur para hacer frente a las fuerzas realistas, dejando como Director Supremo delegado al coronel Hilarión de la Quintana. Fue éste quien expidió el nombramiento de Villegas como ministro de Hacienda, el 2 de junio de ese año[16].

Al igual que sus antecesores en el cargo, Villegas había asistido al Cabildo Abierto de 1810, sus simpatías por O’Higgins habían sido causa para que José Miguel Carrera lo desterrara a Mendoza poco antes de la derrota de Rancagua. Desde allí había partido a Buenos Aires, adonde estaba radicado cuando se enteró del propósito de O’Higgins de nombrarlo en la cartera de Hacienda. Partió de la capital argentina en carreta el 12 de marzo para llegar a Santiago a comienzos de mayo. Al parecer, la demora en asumir el cargo obedeció a la existencia de otro candidato para el mismo cargo[17].

Villegas fue sucedido en la cartera por Anselmo de la Cruz y Bahamonde, miembro de una prominente familia talquina. Tenía por entonces 54 años de edad. Entre sus muchas actividades se había dedicado al comercio, llegando a ser secretario del Tribunal del Consulado, la organización gremial de los mercaderes. En 1810 era regidor del Cabildo de Santiago, y al año siguiente fue electo diputado al primer Congreso Nacional a la vez que era nombrado procurador de la ciudad[18].

Los funcionarios de la secretaría de Hacienda no eran muchos: Pedro Lurquin fue nombrado oficial primero, dos días después de la designación del ministro Villegas[19]; José María de la Cruz y Juan Ramón Casanova habían sido nombrados oficial cuarto y oficial auxiliar en abril y mayo, respectivamente; Máximo Villegas, Pedro Antonio Botarro y Francisco Toro fueron nombrados en distintas categorías en los meses siguientes, lo que da un total de seis empleados. El 27 de octubre de 1818, Lurquín fue ascendido a oficial mayor, es decir, subsecretario, siendo sucedido en este cargo por Francisco Toro en febrero de 1819[20]. Uno y otro subrogaron a los ministros de Hacienda de O’Higgins.

Lurquín había llegado desde España a Chile en 1795 y aquí terminó por avecindarse. En 1810 era administrador de Temporalidades, es decir, de los bienes de los jesuitas expulsos que habían pasado a la Corona, lo que hace pensar en una cierta competencia en el manejo de dineros. Asistió al cabildo abierto de septiembre de ese año en virtud de su cargo. Al poco tiempo parece haberse comprometido con la causa autonomista, pues fue uno de los firmantes del Reglamento Constitucional de 1812 y al año siguiente es nombrado miembro del estado mayor del ejército patriota en calidad de proveedor general[21].

2 · Los orígenes de la organización de la Hacienda Pública republicana

Las campañas de la independencia impusieron fuertes exigencias sobre las arcas fiscales, lo que llevó al Gobierno de Bernardo O’Higgins a imponer una contribución forzosa a todos los enemigos de la causa patriótica y organizar una Junta de Arbitrios y Economía, encargada de estudiar las necesidades públicas y el modo de financiarlas. En un principio, las dificultades económicas determinaron que su principal función fuese rebajar los gastos y aumentar los ingresos con el objetivo de reducir la deuda pública adquirida para financiar los gastos de la guerra emancipadora. Así, por ejemplo, ante la afligida realidad del erario nacional, la Constitución Provisoria de 1818 estableció como uno de los deberes del ciudadano “ayudar con una porción de sus bienes para los gastos ordinarios del Estado; y en sus necesidades extraordinarias y peligros, debe sacrificar lo más estimable para conservar su existencia y libertad”[22].

La llegada del abogado José Antonio Rodríguez Aldea al Ministerio de Hacienda, en 1820, coincidió con los preparativos para la Expedición Libertadora al Perú. Su nombramiento no dejaba de ser controvertido, por cuanto había sido fiscal de la Audiencia de Chile durante el período de la reacción absolutista, y sólo había aceptado el cargo a instancias de O’Higgins, que valoraba su capacidad de acción[23].

El nuevo ministro introdujo una serie de reformas para sostener y mejorar las rentas fiscales ya que, a su juicio, “sin fondos efectivos o crédito que los supla, no hay ejército, ni marina, y sin éstas no hay independencia, no hay libertad, no hay leyes, nada hay”[24].

Entre las principales medidas adoptadas por Rodríguez Aldea estuvo la reorganización del Tribunal Mayor de Cuentas, que hizo posible ampliar sus facultades fiscalizadoras al remover todas aquellas trabas y estorbos, además de leyes y decretos desparramados sin conexión y “ningún cálculo exacto ni aproximado de los gastos y entradas”[25].

Actuando con decidido pragmatismo, el ministro de Hacienda, defendió una ley con aranceles de importación elevados, tanto para aumentar los ingresos como con el objetivo de fomentar la producción local. Asimismo, dictó una serie de leyes que otorgaban privilegios especiales al establecimiento de industrias o también para el fomento de diferentes actividades a través del manejo tributario. Por otro lado, rebajó los censos a favor de la Iglesia que pesaban sobre las propiedades, con miras a moderar las cargas de los particulares e impulsó algunas reformas para incrementar el comercio exterior, como la instalación de almacenes francos en Valparaíso, para que las naves extranjeras depositasen sus mercaderías en tránsito y contribuyesen al desarrollo del puerto, una medida que complementaba el traslado de la Aduana principal a Valparaíso, dispuesta por su antecesor. En 1822, promulgó un efímero Reglamento de Aduanas para simplificar los trámites y la administración, para evitar el fraude y el contrabando y para asegurar la recaudación de impuestos[26].

Grabado del Puerto de Valparaíso, obra de Mauricio Rugendas, hacia 1860.

Pese a los esfuerzos desplegados por O’Higgins y Rodríguez Aldea para equilibrar las entradas y los gastos fiscales, el peso de la guerra y las deudas adquiridas impidieron la solvencia del erario público. Por otra parte, la impopularidad de Rodríguez Aldea había contribuido a la caída de O’Higgins, quien debió renunciar en enero de 1823.

Ramón Freire, que sucedió a O’Higgins como Director Supremo pocos meses más tarde, se enfrentó a una difícil situación financiera que dificultó la designación de un ministro de Hacienda pues no había muchos candidatos a asumir tarea tan ingrata. Finalmente, Pedro Nolasco Mena, luego de negarse señalando “no puedo aventurarme sin temeridad a la administración del ministerio”, asumió el cargo bajo la protesta siguiente: “Protesto que, forzado contra mi conciencia a admitir el Ministerio de Hacienda, no soy responsable de derecho por falta de libertad, ni de hecho por la insuficiencia confesada del manejo; renuncio al sueldo que no puedo ganar ni desempeñar; que me dé testimonio de esta protesta y de mi reclamo anterior y se imprima”[27].

Una de sus primeras medidas fue reemplazar el reglamento de comercio y aduanas de Rodríguez Aldea por otro que rebajó los derechos de aduana con el objetivo de combatir el contrabando, estableciendo un derecho general de un 27% para todas las mercaderías importadas; de un 15% para las manufacturas de seda y de un 5% para la alhajas, metales y piedras preciosas. Las manufacturas extranjeras susceptibles de ser fabricadas en Chile, como los vinos y el calzado, debían pagar un 40% de derechos, declarándose libres de aranceles todos aquellos productos útiles para la guerra, así como máquinas, libros, imprentas, pastas en oro y plata. Asimismo, se estableció que toda exportación que no tuviese un derecho específico debía pagar un 8% y la absoluta libertad para la exportación de manufacturas nacionales. Para agilizar las actividades comerciales abolió el derecho de cabezón de las chacras, haciendas, tiendas, bodegones, pulperías, tajamares, toneladas y escribanos de registro. Por último suprimió el estanco del tabaco pero no lo reemplazó por otro impuesto, lo que ocasionó serios perjuicios a las entradas fiscales. De este modo, resulta evidente, entonces, su propósito de favorecer los intercambios comerciales como base de la recuperación económica[28].

No obstante, antes de un año, Pedro Nolasco Mena fue reemplazado por Diego José Benavente, quien desempeñó un rol fundamental en la organización de la hacienda pública nacional. Benavente consideraba que le había tocado administrar una “economía de guerra”, en la cual, a su juicio, “las dificultades financieras insuperables y los presupuestos permanentemente desequilibrados constituyeron la regla general”. A ello se sumaban los saqueos, la inseguridad, la escasez y devastación, los egresos extraordinarios y la pobreza generalizada[29].

Diego José Benavente, 1867.

En este contexto, consideraba una ilusión equilibrar las cuentas fiscales disminuyendo los empleos y sueldos. Proponía, en cambio, una serie de medidas como la creación de una contribución directa, el arreglo de las contribuciones indirectas, la unificación de las tesorerías de las diversas oficinas del Estado, el establecimiento de un banco nacional y la enajenación de los fundos municipales, de algunos de los de manos muertas, y todos los de propiedad del Estado que, a su parecer, producían nada o prácticamente nada. Propuso, asimismo, el establecimiento de una Caja de Crédito Público para el reconocimiento y amortización de la deuda interior y para el retiro y pensión de los empleados civiles y militares que dejasen el servicio del Estado[30].

No obstante, el proceso de organización de la hacienda pública se vio entorpecido por la profunda crisis económica e inestabilidad política en que se hallaba envuelto el país a partir de 1823. Así, al año siguiente, el ministro Benavente informaba al Congreso el completo agotamiento e insolvencia de la hacienda pública. Los gastos habían crecido en forma desmesurada año tras año, ya que había sido necesario “crear ejércitos, escuadras, misiones extranjeras, gobierno soberano, supremas cortes, etc. etc., y todo con las entradas naturales y no más”. No era posible mantener la nación con “rentas fundadas sobre alcabalas y aduanas, siempre eventuales, y que pueden ser nulas por las malas cosechas, por las oscilaciones de la guerra, o por la corrupción de los empleados y empeño de los contratistas”[31]. Asimismo, el ministro acusaba al Congreso de decretar nuevos sueldos y, a la vez, reducir las entradas al abolir algunas gabelas sin restituirlas por otros ingresos, lo cual evidentemente precipitaba a la hacienda pública a la bancarrota. Los apuros presupuestarios de la naciente república terminaron por llevar a Benavente a restablecer el estanco del tabaco, una contribución que causaba innumerables resistencias pero que, desde los tiempos coloniales, reportaba ingresos más que significativos a las arcas reales.

Las ideas de Benavente respecto al régimen tributario eran las más novedosas y trascendentes planteadas hasta entonces, en cuanto a la necesidad de crear una contribución directa a la renta en proporción a los recursos individuales, y reorganizar los impuestos existentes[32].

Como era de suponer, Benavente terminó por renunciar a comienzos de 1825, siendo sucedido por no menos de cinco ministros durante lo que quedaba del año, situación que perdura en el año siguiente. Esta rotación se explica, en parte, por la inestabilidad de los gobiernos, pero también por lo indeseable del cargo. La continuidad, en medio de estos trastornos y acefalias la dio el Oficial Mayor del Ministerio, José Raymundo del Río[33].

En mayo de 1827 asumió como ministro de Hacienda Ventura Blanco Encalada, hermano de Manuel, quien, retomando una propuesta de Benavente, dictó un decreto tendiente a establecer un registro de las deudas del Estado como paso previo a su pago eventual. Esta medida se complementaba con un proyecto de ley sobre crédito público, que creaba una Caja de Amortización, encargada del manejo de los fondos fiscales, y que reorganizaba la contabilidad fiscal, reemplazando el Tribunal Mayor de Cuentas por una Inspección General. La ley respectiva fue aprobada en 1828, cuando Blanco Encalada ya había dejado el ministerio, y no llegó a entrar en funcionamiento por los trastornos políticos de esos años[34].

3 · La deuda externa hasta 1880

La dependencia financiera del exterior ha sido recurrente en la historia nacional. Durante la época hispana, la provincia de Chile había requerido de remesas de dinero y mercaderías desde el virreinato del Perú, a través del Real Situado, para mantener un ejército permanente en la frontera de Arauco y una guarnición en Valdivia.

Como en la mayoría de los nuevos estados de la América española, la deuda externa republicana se inició en los años de la Independencia. En 1818, cuando el Gobierno de O’Higgins nombró a Antonio José de Irisarri para obtener el reconocimiento diplomático de Chile en Europa, se le encargó de gestionar la contratación de un empréstito para financiar las próximas campañas militares. A poco andar, la autorización para tomar un préstamo le fue revocada, pero el representante chileno siguió adelante con sus gestiones y, en mayo de 1822, obtuvo un crédito con la casa Hullet Brothers & Company de Londres por un millón de libras esterlinas, con un interés anual del 6% y 1% de amortización. La colocación se hizo en condiciones muy onerosas: los títulos fueron colocados al 67,5% de su valor nominal, a lo que se agregaron algunos gastos, lo que implicó un producto neto de sólo £664.652. Además, los banqueros retuvieron £15.000 para cancelar la primera amortización. Por su parte, Irisarri se pagó del saldo, suma de $ 100.000 por concepto de comisión por contratar el empréstito y $ 90.000 en sueldos adeudados, además de adquirir, por cuenta del Estado, un buque, pertrechos navales y algunas mercaderías para su posterior venta. El contrato suscrito por Irisarri encontró fuerte resistencia en el país y el gobierno estudió la posibilidad de rescindirlo, pero luego de considerar el efecto que ello tendría sobre la reputación de Chile, terminó por aceptarlo[35].

Contrato original del primer Empréstito de Chile, mayo de 1822.

Peor aún, lo que quedó del empréstito fue malbaratado. Los gobiernos que sucedieron a O’Higgins no supieron qué hacer con el dinero. Se resolvió prestar al Perú la suma de $1.500.000, en la confianza de que el gobierno de ese país se haría cargo de la proporción correspondiente del servicio del empréstito, cosa que no sucedió: el Perú sólo vino a reconocer esta deuda en 1848. Del saldo, $100.000 fueron ocupados en pagar sueldos atrasados; $200.000 se destinaron a comprar oro para ser acuñado en la Casa de Moneda, $50.000 fueron enviados a Concepción para ser destinados a préstamos personales, otros $50.000 fueron para financiar una expedición contra Chiloé aún en poder de los realistas, $110.000 se destinaron a la compra de armamentos, $500.000 para cubrir el déficit fiscal de 1823, $100.000 para el estanco del tabaco y $ 7.500 para pagar a los representantes chilenos en el exterior. Para 1825 sólo quedaban unos $30 mil del monto original[36].

Una tertulia en Santiago, 1840.

Hubo consenso que este primer empréstito fue obtenido en condiciones en extremo gravosas, en un momento en que ya no era necesario y que no existían los recursos para servir la deuda. El ministro de Hacienda, Manuel Rengifo, afirmaba en 1834 que se había negociado “con obligaciones onerosas un empréstito extranjero de 5.000.000 de pesos que llegó a nuestro poder considerablemente disminuido, para ver invertir su mayor parte, por una fatalidad inexplicable, en objetos improductivos y sin provecho alguno para el Estado”[37].

Los bonos chilenos llegaron a cotizarse a 90% en la bolsa en 1825, antes que las noticias desde Chile deprimieran su precio. La suspensión del pago de la deuda en septiembre del año siguiente se tradujo en un descrédito para nuestro país, compartido con otras naciones del continente que enfrentaron una situación similar. La situación sólo se normalizó en 1842, cuando el ministro de Hacienda, Manuel Rengifo, y su representante en Londres, Francisco Javier Rosales, lograron un acuerdo con los acreedores extranjeros, luego de intensas negociaciones.

Por entonces, ya se habían acumulado 15 años y medio de dividendos impagos y los intereses de la mora llegaban a £765.540. El saldo del capital adeudado, £934.000, fue renegociado en las mismas condiciones anteriores con la firma Baring Brothers, mientras que los intereses vencidos fueron consolidados en un nuevo empréstito con tasas del 3% de interés anual y 1% de amortización[38]. Rafael Minvielle, alto funcionario de Hacienda que colaboró en el arreglo expresa que el ministro Manuel Rengifo, previsoramente, envió a Londres algunas remesas reservadas para que Francisco Javier Rosales amortizara extraordinariamente algunos bonos, antes de su alza.

El ordenamiento de los compromisos internacionales y la reducción de la deuda externa permitieron al Gobierno de Chile obtener un nuevo empréstito en 1858 con la casa Baring. El capital nominal de emisión fue de £1.554.800. Esta vez las condiciones del préstamo fueron más ventajosas, ya que se pudo colocar al 92% del valor nominal, con favorables tasas de interés y de amortización, y además se obtuvo la posibilidad de rescatar la emisión al valor de mercado de los títulos, en vez de a su valor nominal, como había sido la exigencia para el préstamo anterior.

Los recursos obtenidos estaban destinados a financiar la construcción de ferrocarriles. Sin embargo, debido a los atrasos en el avance de las obras, parte de los fondos fue usada para efectuar préstamos a particulares, a una tasa de interés del 9%, con lo cual el Estado obtenía una diferencia a su favor. Los préstamos se realizaban a tres años plazo, en seis cuotas semestrales. Hacia fines de 1868 se había invertido en la construcción de ferrocarriles el 68% del empréstito, el 14% estaba colocado entre los particulares y el 18% restante fue utilizado por la Tesorería Fiscal[39].

Durante la administración de José Joaquín Pérez, la deuda externa se incrementó sustancialmente por la contratación de tres empréstitos sucesivos. La guerra con España debió ser financiada con recursos internos, ante la imposibilidad de conseguir un crédito afuera, pero entre 1866 y 1867 se contrataron tres empréstitos sucesivos en Londres, por un total de £3.570.920, uno con la casa Thomson, Bonar y Compañía y los otros con la firma J. S. Morgan & Co. Parte del producto fue usada para devolver el primer préstamo y el saldo fue destinado a la compra de armamento y en la reconstrucción del puerto de Valparaíso tras su bombardeo por la escuadra enemiga.

El acceso a los mercados internacionales del crédito se hizo en condiciones cada vez más favorables a partir de 1870, cuando se incrementó sustancialmente la deuda externa chilena. Entre ese año y 1875 se contrataron otros tres empréstitos por una suma total aproximada de £3.846.00 al 5% de interés y con un mejor precio de colocación, si bien se volvió a la exigencia de que el gobierno debía rescatar los bonos a la par, y no a precio del mercado. Los fondos fueron destinados principalmente a la construcción de ferrocarriles y obras públicas, lo cual contribuiría al crecimiento económico del país y, en consecuencia, facilitaría el servicio de la deuda externa en el futuro[40].

La Guerra del Pacífico demandó a la hacienda pública recursos frescos con el objetivo de financiar el conflicto bélico. Como suele suceder en estos casos, los bancos extranjeros no estaban dispuestos a prestar dinero en estas circunstancias, y el gobierno tuvo que recurrir al endeudamiento interno. Por ley del 10 de abril de 1879, el Congreso autorizó una emisión de seis millones de billetes al portador. De este modo, la deuda interna pasó a representar el componente más significativo de los compromisos del sector público.

Producto de los apuros de la guerra, el gobierno se vio obligado a suspender el servicio de la deuda externa, por lo que el rescate de bonos sólo se reanudó a partir del segundo semestre de 1884. Sin embargo, el triunfo de Chile en el conflicto y, en particular, los ingresos derivados de la nueva riqueza salitrera, mejoraron sensiblemente la posición del país en los mercados internacionales, y permitió la conversión total de la deuda externa existente en condiciones más favorables. Así, la deuda externa se circunscribió a los préstamos obtenidos en 1885 y 1886, los cuales se usaron para cancelar la deuda anterior, salvo un pequeño saldo del antiguo empréstito de 1842[41].

4 · El estanco del tabaco como fuente de ingresos y sistema de tesorerías

A pesar de la inestabilidad política y los cuartelazos, durante la década de 1820 se realizaron diversos esfuerzos por organizar la economía y la hacienda pública, la cual había quedado muy mermada a raíz de los gastos emprendidos para financiar las guerras de la independencia y la escuadra libertadora. Una de las medidas de las nuevas autoridades fue restablecer el estanco del tabaco, que si bien era una de las contribuciones más rentables durante el período colonial, era, a la vez, la más resistida por perjudicar un cultivo muy consumido y de fácil producción en Chile. Ya desde 1811 se habían tomado algunas medidas como permitir su cultivo con la condición de que los productores entregaran su cosecha a la “renta del tabaco”. Tres años más tarde se intentó mejorar la recaudación del impuesto aumentando a 8 reales el precio de cada mazo de tabaco. Luego, durante la reconquista, los españoles decidieron volver al régimen previo a 1810, restableciéndose el estanco y prohibiéndose su cultivo.

Después de los triunfos de Chacabuco y Maipú, pese a la resistencia que encontraba el estanco del tabaco y después de muchas vacilaciones, se optó por mantenerlo como un modo de asegurar rentas públicas. En abril de 1817 se volvió al sistema de siembra libre con restricciones a su venta y en noviembre del mismo año un nuevo decreto reconoció a la autoridad el privilegio exclusivo de comprar e internar tabaco. Al mes siguiente se dictó un bando que repuso el estanco en virtud de la “necesidad cierta y sagrada de defendernos de nuestros enemigos”[42].

Factura por fardos de tabaco, 1815.

En 1818 se aprobó la supresión de las oficinas del estanco, pero, como bajaron los ingresos aduaneros debido al crecimiento de la producción nacional, el gobierno decidió restablecer nuevamente el estanco en 1820. Los comerciantes que habían importado tabaco apelaron afligidos ante una posible quiebra. Al año siguiente se suspendió por dos años el estanco, estableciéndose, como único derecho, un impuesto de 40%, que debía pagarse en metálico, y no con vales del Estado que se cotizaban a menor valor. Esta medida alentó la caída de las importaciones, el contrabando y el crecimiento de las plantaciones nacionales por lo que, en julio de 1822, Bernardo O’Higgins y su ministro de Hacienda, Diego José Benavente, debieron reimplantar el estanco y prohibir el cultivo de tabaco en el país con el objetivo último de consolidar y amortizar la deuda pública que se acumulaba a raíz del empréstito tomado en Londres[43].

Posteriormente se resolvió traspasar la administración del estanco a una empresa privada que se haría cargo de su cobranza y destinar el producto a servir “la deuda externa hasta extinguirla”. La ley respectiva fue promulgada el 19 de marzo de 1824.

Decreto de aprobación del contrato de estanco a la compañía Portales, Cea y Cía.

A la licitación consiguiente sólo se presentó la sociedad Portales, Cea y Cía., que, si bien no tenía capital, comenzaría sus operaciones con un préstamo de $ 500.000, sin intereses, otorgado por el Gobierno de Chile, en tabacos de buena calidad. El contrato estableció en favor de la compañía, por un plazo de diez años, el monopolio de la venta del tabaco, a lo que se agregaba el de los naipes y licores extranjeros y del té. La sociedad se comprometía a pagar a los acreedores londinenses $355.250 al año. Por su parte, el Estado debía prestar apoyo a los estanqueros facilitándoles una guardia para custodiar las bodegas y las oficinas del Estanco[44].

El descontento por el monopolio otorgado a Portales, Cea y Cía. creció rápidamente. La misma empresa se quejaba de los inconvenientes que tenía para desarrollar adecuadamente el negocio alegando, por ejemplo, que las siembras de tabacos se realizaban “en los territorios sin el menor respeto y sumisión a las órdenes de gobierno”[45]. Diego Barros Arana declara que este monopolio fiscal era “la más odiada de las contribuciones y la que más se prestaba a ser burlada por fraudes y contrabandos”. En estas circunstancias, los beneficios “a una empresa privilegiada”, no hacían más que desprestigiar el negocio y generar mayores resentimientos y animadversiones. En palabras de Barros Arana, las normas e instrucciones fijadas para “la compra inmediata de todas las especies estancadas que había en el país, para el decomiso de las que no se ofreciesen en venta, para el premio a denunciantes y espías que descubriesen cualquier ocultación, o al que descubriese o quemase alguna sementera de tabaco, justifican abundantemente la condenación pronunciada por la ciencia económica contra la percepción de los impuestos por medio de contratos de esa naturaleza, e hicieron mucho más odioso el monopolio, sobre todo cuando se le vio ponerse en planta por medio de agentes ávidos y altaneros que buscaban su derecho particular en la persecución de contrabandos verdaderos o supuestos, y abusaban del apoyo que tenían que prestarle la fuerza pública. Aunque ese régimen de administración del estanco no duró más que cuatro años, mucho tiempo después se recordaban con horror entre la gente del pueblo, y sobre todo los moradores de los campos, las visitas domiciliarias de los agentes subalternos del Estado, a los cuales era permitido registrar las casas y recorrer todas las heredades”[46].

Envase de cigarrillos de la época.

Los resultados del estanco no fueron los esperados, las recaudaciones escaseaban y las ganancias se esfumaban. Pese a los esfuerzos por solventar la deuda externa, los atrasos en los pagos hicieron perder la confianza de las autoridades en Portales y Cea, quienes argumentaban que estaban sobrepasados y sin liquidez, pues nadie, en la práctica, respetaba el monopolio, menos en una situación de inestabilidad política e institucional como la que vivía Chile en aquellos años. Por lo tanto, sin ambigüedades, Portales y Cea plantearon la posibilidad de no cumplir con el contrato de no mediar el mejoramiento de las condiciones de operación como por ejemplo el control del contrabando y de las plantaciones ilegales. Luego de muchas disquisiciones, finalmente, el Congreso Nacional optó por rescindir el contrato de concesión y devolver el estanco a la administración del Estado, el cual, según diversas estimaciones, bordeaba “la mitad del presupuesto de la nación”[47].

En 1826, una vez disuelto el contrato con Portales y Cea, el monopolio del tabaco volvió a manos del Estado, que debió asumir las pérdidas que había dejado el negocio. Para las autoridades, no fue fácil encontrar a alguien que se hiciese cargo del estanco, como tampoco de la hacienda pública. Surgió, entonces, el nombre de Juan Ignacio Eyzaguirre, quien fue virtualmente obligado a asumir el cargo.

El reglamento de 1826 que restablecía el estanco fiscal dispuso la creación de administraciones subalternas que se crearon en los diferentes partidos y que permitieron con ello originar una red de oficinas base de la administración de la hacienda pública y de la gestión fiscal, debido a su cobertura en todo el territorio nacional. Así, los administradores del estanco, que se iniciaron cobrando este impuesto, terminaron recaudando las alcabalas, las imposiciones y el impuesto agrícola y, al mismo tiempo, vendiendo el papel sellado, las patentes, las estampillas de franqueo y el impuesto de timbre.

Toda esta organización implicaba que, a mediados de siglo XIX, existiesen 37 administraciones con sus respectivas oficinas en Copiapó, Huasco, Serena, Combarbalá, Illapel, Petorca, Ligua, San Felipe, Andes, Putaendo, Quillota, Almendral, Casablanca, Melipilla, Renca, Tango, Rancagua, Rengo, San Fernando, Santa Cruz, Curicó, Lontué, Talca, Linares, Parral, San Carlos, Chillán, Cauquenes, Quirihue, Concepción, Talcahuano, Coelemu, Puchacai, Rere, Los Ángeles, Lautaro, Valdivia y Chiloé[48].

Los estanquillos, que dependían de los administradores del estanco, también vieron aumentadas sus funciones y se transformaron en la columna micro vertebral de la administración de la hacienda pública nacional. Así, por ejemplo, por decreto del 2 de julio de 1856, debían cobrar las contribuciones agrícolas y en 1861 se les entregó el pago de los sueldos de los preceptores rurales y en 1865 se les ordenó abonar recursos para la instrucción primaria. De este modo, esta red de oficinas, presente en todo el territorio nacional, permitió que los funcionarios del estanco fueran sumando funciones, más allá de las que les eran propias, ampliando sus funciones administrativas y reputándose como funcionarios de la hacienda pública nacional.

El estanco provocó, siempre, continuas odiosidades y rechazos entre los consumidores y más entre los agricultores, representados por la Sociedad Nacional de Agricultura, quienes consideraban que se trataba de “uno de los feos legados que aún conservamos del gobierno colonial”[49]. En opinión de los agricultores, la producción de tabaco era favorable para el país y la derogación del monopolio permitiría el impulso de industrias concatenadas, además de la disminución de la corrupción y la creación de nuevas fuentes laborales. En un principio, los gobiernos de la época se resistieron a eliminar el estanco que proporcionaba una “entrada considerable” y difícil de cubrir por cualquier otro gravamen.

Sin embargo, y aunque las entradas por concepto del estanco fueron aumentando en forma sostenida, con el tiempo, su importancia relativa fue disminuyendo, como se aprecia en el gráfico 1.2. A partir de 1870 se realizaron diversas acciones, tendientes a abolir el estanco, en un tiempo en que las doctrinas económicas liberales, cada vez más aceptadas, eran contrarias a la existencia de monopolios fiscales y de otras intervenciones en el mercado, consideradas como desfavorables para el desarrollo y el crecimiento económico. Sin embargo, la derogación de este monopolio sólo tuvo lugar cuando las rentas provenientes del salitre permitieron suplir los ingresos que había proporcionado[50].

Gráfico 1.2

Ingresos por concepto del estanco del tabaco e ingresos totales 1825-1880.

En pesos de cada año[51].

5 · El ministro Manuel Rengifo, “organizador de la Hacienda Pública de Chile”

Manuel Rengifo es reconocido por la historiografía nacional como el ministro de Hacienda que colaboró estrechamente con Diego Portales con el objetivo de alcanzar el orden y la estabilidad política y económica, trabajando por establecer un marco institucional y un sistema de cuentas fiscales ordenado y comprensible.

Diego Portales.

Hijo de Francisco Xavier Rengifo y Ugarte y de Ana Josefa Cárdenas de Izarra, Manuel Alonso nació el 29 de diciembre de 1793. Su padre murió cuando aún no cumplía quince años, y debió hacerse cargo de la manutención de su madre y de sus cuatro hermanos menores. En los inicios de la Independencia abrazó la causa patriota y a raíz del desastre de Rancagua se trasladó a Mendoza y luego a Buenos Aires, donde emprendió diversas actividades comerciales. Tras la victoria de Chacabuco, volvió a Chile donde prosiguió sus actividades comerciales en medio de grandes contratiempos. Emprendió, asimismo, negocios en el Perú, pero luego de un breve período de prosperidad fue expulsado junto a los demás residentes chilenos. Regresó a Chile a principios de octubre de 1826 en medio de un polarizado, confuso y difícil escenario político y económico.

Retrato Manuel Rengifo, ubicado en el Gabinete del Ministerio de Hacienda. Obra de Exequiel Plaza G. Marzo 1915.

En este período, las profundas diferencias políticas quedaron expresadas en ácidas polémicas de prensa, de las cuales Rengifo fue un activo participante como colaborador y propietario de El Hambriento, pasquín defensor del grupo de los estanqueros liderado por Diego Portales. También colaboró con La Estrella de Chile y con La Aurora. En las elecciones de Congreso Constituyente en 1828 Rengifo fue elegido diputado por Quinchao, pero no se incorporó a la cámara como tampoco lo hicieron otros dos diputados estanqueros en protesta por los fraudes electorales. Rengifo también intervino en el tratado de Ochagavía que intentó, sin éxito, poner fin al conflicto armado entre pipiolos y pelucones, y que se resolvió poco después en la batalla de Lircay, acaecida el 15 de abril de 1830. El 15 de julio de ese año, Manuel Rengifo asumió como ministro de Hacienda, cargo que ejercería hasta 1835. Lo haría por segunda vez entre 1841 y 1845[52].

En opinión de su biógrafo —su hermano Ramón— al comenzar sus labores, Manuel Rengifo “halló un erario exhausto, empeñado y sin crédito, conoció desde luego la embarazosa posición en que se había colocado y la extensión de los trabajos que tenía que emprender”53. Por su parte, Benjamín Vicuña Mackenna observaba que Rengifo se encontraba ante el “tristísimo panorama” de un país desecho, una economía en franca bancarrota”, y agrega, “realmente la obra era ardua; y más que ardua casi imposible. Nuestra hacienda se hallaba en una situación tal, que levantarla a un nivel medianamente favorable era poco menos que dar vida a un cadáver”54. De hecho, más de una vez, al parecer, se le cruzó por la mente renunciar a sus funciones, agobiado por las dificultades e incomprensiones que sufría por administrar un país en bancarrota. Para la gente del gobierno habría sido una calamidad. En una carta a Antonio Garfias, Diego Portales exclamaba: “¿cómo se atreve el ministro a proferir ni de broma su salida del ministerio? Qué coj… será Prieto, si no le pone una buena cadena y lo amarra contra la mesa del cuartito en que despacha”[55].

Como ministro de Hacienda, Manuel Rengifo destacó por su gran capacidad de trabajo. Se ha dicho, además, que su fértil imaginación financiera estaba en constante ebullición, lo que dio motivo a que Portales lo llamara “Don Proyecto”. Sus biógrafos señalan también que era estricto y riguroso en el manejo de los negocios públicos y en economizar gastos. Aplicó estrictamente su celo en la defensa de los intereses fiscales al cobrar una deuda que, a su juicio, Diego Portales tenía con el Estado, “lo cual trajo fricciones entre ambos”, situación que luego se transformó en un franco antagonismo “apenas encubierto por las corteses relaciones que en la superficie ambos mantenían”. Finalmente, luego de duras polémicas periodísticas, cuando Diego Portales volvió al gobierno, Rengifo inmediatamente renunció al Ministerio de Hacienda en forma indeclinable[56].

Al momento de asumir, y pese a los esfuerzos acometidos por sus antecesores, la realidad heredada por las guerras de la independencia seguía dificultando profundamente el manejo de las cuentas fiscales, no sólo por la falta de recursos y capitales, sino que, también, por la confusión administrativa y el desorden de las rentas y de la contabilidad. Para Rengifo, las necesidades militares habían causado la devastación de la hacienda pública, pero había sido la inestabilidad política posterior la que impedía la organización de las cuentas fiscales y fomentaba los fraudes y las malas prácticas.

El ministro se inclinó por reducir los gastos fiscales, especialmente los enormes desembolsos que significaba la mantención del ejército. En una carta dirigida a Diego Portales declaraba que era necesario disminuir la tropa de línea hasta dejarla en lo estrictamente necesario para defender la frontera con el objetivo de reducir el gasto público en una suma suficiente como para restablecer el crédito interior y exterior y “fijar el orden, el arreglo y la armonía de todos los ramos de la hacienda nacional”[57].

Para ordenar las cuentas fiscales, Rengifo consideró como deudas atrasadas las adquiridas antes del primero de julio de 1830, cuando asumió como ministro, y deudas corrientes las que fuesen de fecha posterior. En una medida destinada a hacer caja, las primeras serían cubiertas a través de giros contra la aduana, previa entrega por parte del acreedor a la Tesorería General del doble del valor de su crédito, tras lo cual se le reembolsaría esta suma junto con la deuda original; las segundas, en cambio, se cubrieron con dinero de las oficinas pagadoras. Esta medida permitió dimensionar y regular los pagos de las deudas interiores, contribuyendo con ello a ordenar el estado de la hacienda pública y a restablecer el crédito interno[58]. Según Vicuña Mackenna la deuda total, que se podía calcular en cuatro millones de pesos, fue rebajada por Rengifo a menos de la mitad. Respecto de la política aplicada, el ministro de Hacienda indicaba: “bien sé que este arreglo se ha llamado injusto y arbitrario por algunos hombres que saben invocar los principios para promover el desorden; como si los principios mismos y la sana razón no aconsejasen elegir entre dos males necesarios el que es de menos trascendencia. Perdería el tiempo si me detuviese a formar la apología de una medida cuyo resultado absoluto demuestra el acierto de su adopción. Por efecto de ella pudo establecerse la regularidad en las transacciones y la exactitud en los pagos. Ella puso término a odiosas preferencias, y miró con igualdad al hombre de influjo con el desvalido”[59].

Cosecha de la vid en Viña Macul, Santiago, hacia 1889.

Diego Barros Arana señala que Rengifo tenía una visión de la economía “práctica y liberal”. Rafael Sagredo ha calificado a Rengifo como un “pragmatista proteccionista”, antes que un liberal. Como prueba de ello, plantea, por ejemplo, que a juicio del ministro los principios de la libertad tomados en un sentido estricto y sin discernir las circunstancias especiales de cada país podían ser perjudiciales para un “plan ordenado de Hacienda”. También observa que habría sido reticente a adoptar el librecambismo pleno por diversos motivos como el temor a la innovación y el respeto a las tradiciones coloniales. De ahí que, en materia tributaria, mantuvo el estanco, a pesar de las críticas que generaba en la opinión pública pues como se ha visto generaba importantes rentas para el erario público, pero también suprimió las alcabalas subastadas y compensó sus pérdidas a través de un impuesto del 3% sobre los predios rústicos denominado “catastro”. Por otra parte, el 20 de agosto de 1833 logró aprobar, también, una ley de patentes en la que fijaba un procedimiento y clasificaba un ordenamiento del pago de patentes de pueblos, buques, fábricas y establecimientos mercantiles tales como tiendas de menudeo, boticas, fondas, reñideros de gallos, barracas de cueros, buhonerías, pulperías, despachos de vinos, etc.

En este sentido, también, se tomaron medidas para proteger a la marina mercante nacional y, en 1834, el ministro Rengifo aprobó un reglamento de importaciones que en forma pragmática e inspirado en medidas proteccionistas pero a la vez, también liberales, estableció un sistema de tarifas movibles, “reales y efectivas”. Al respecto, Rengifo señalaba que las aduanas no sólo contribuían al tesoro con ingentes sumas, sino que servían de “reguladora de los intereses de la industria, en cuanto fortifica o relaja, por medio de las tarifas de derechos, los resortes a que ésta debe su acción”[60].

De este modo, si bien el reglamento de aduanas eliminaba todo derecho de importación a los artículos que fomentaran el desarrollo cultural del país, tales como mapas, libros, instrumentos científicos y eximía de impuestos a las maquinarias destinadas al fomento de la agricultura y la minería, al mismo tiempo, estableció una escala diferenciada de derechos de importación para otros productos. Siguiendo las viejas ideas del mercantilismo el derecho más bajo, de un 5%, se fijó para alhajas y objetos de oro y plata labrada. Un 10% debían pagar numerosas materias primas destinadas a la producción como por ejemplo el acero, hierro en lingotes o planchas, hojalatas, plomo, estaño, salitre, ladrillos de reverbero para hornos de fundición, alquitrán, caoba, ébano, carey, diversas sustancias tintóreas, palos para la arboladura de buques, tejidos de crin, etc. Un derecho del 15% recaía en especies que no se fabricaban en el país como abanicos, cofias, pañuelos de cachemira, géneros de seda, olan, batista, puntos de encaje, relojes grandes. Un 30% a mercancías elaboradas en el país como aceite de oliva, carnes saladas, cecinas, fideos, frutas secas, galletas, legumbres, mantequilla, pescado seco, mermeladas, jergas de lana y algodón, frazadas, catres, estufas, faroles, maderas labradas, muebles, rejas de hierro, sillas de montar, estribos y espuelas, cueros, velas, etc. Un 35% se fijó para la importación de baúles, calzados, ponchos, sal, chocolate, hierba mate, velas de sebo, coches y carruajes, espejos grandes. Otros productos como los cigarrillos y el vino tenían impuestos específicos y una consideración especial tenía el trigo y la harina que estaban sometidas a un sistema de derechos en razón inversa al precio que tuviesen las producciones nacionales[61].

Almacenes Fiscales, imagen de Félix Leblanc, hacia 1880.

La legislación aduanera fue perfeccionada por el propio Rengifo, durante su segundo período como ministro de Hacienda, a través de la aprobación del “Reglamento de aduanas para el comercio de internación y de tránsito”, de junio de 1842 con el objetivo de simplificar los trámites, remover las trabas embarazosas y atraer a los almacenes de depósito una afluencia de mercadería mayor.

En efecto, una de las medidas más conocidas de Rengifo fue establecer y construir almacenes fiscales y un muelle para la carga y descarga de productos en Valparaíso con el objetivo de promover el desarrollo de las actividades mercantiles del puerto y transformarlo de este modo en el principal emporio del océano Pacífico sur. Aprovechando su situación geográfica y una legislación apropiada, en los almacenes francos de Valparaíso los comerciantes podían almacenar sus mercaderías a bajo costo, para luego importarla o reexportarla cuando el mercado estuviese más favorable. En la Memoria de Hacienda de 1835 el ministro indicaba que los almacenes francos ya estaban dando resultados, ascendiendo “ya a muchos millones el valor de las mercaderías consignadas en tránsito”. En consecuencia, a su juicio, Valparaíso se estaba convirtiendo “en el principal y más vasto mercado del pacífico, ve abordar a su rada los buques de todas la naciones que vienen a hacer el cambio de las manufacturas de Europa y Asia, por los ricos productos de la parte de América situada en el litoral del mar del sur”[62].

Vista general del Muelle Fiscal, Valparaíso, hacia 1880.

Otra medida de fomento de la industria fue la de otorgar privilegios exclusivos y exenciones tributarias que permitiesen el desarrollo de ciertas actividades económicas como, por ejemplo, la fabricación de botellas y cristales, y que además permitiesen la competencia con los capitales y la experiencia de los extranjeros.

También se ocupó de los asuntos monetarios. Frente a la inestabilidad política, la disponibilidad de oro de la Casa de Moneda había disminuido drásticamente durante la década de 1820, tanto que en 1829 no hubo amonedación pues la gente prefería guardar el oro sigilosamente en sus arcones y petacas o bien sacarlos del país vía contrabando. Frente a la escasez de oro, Rengifo aumentó su precio de compra por medio de la ley aprobada el 23 de agosto de 1832 que fijó el precio que debía pagar la Casa de Moneda por el oro. Tan eficaz fue la medida que prontamente se cuadruplicó la venta de oro a la Casa de Moneda, lo cual vigorizó las transacciones monetarias y el conjunto de la economía nacional. Por otra parte, por una ley aprobada el 24 de octubre de 1834 uniformizó el régimen monetario al establecer tres nuevos tipos de monedas: de oro, plata y cobre, esta última, una novedad que llevaba, por un lado, la estrella del escudo de armas de la República con la inscripción: República de Chile, y por el otro, un laurel, con la expresión de valor de la moneda y la leyenda “Economía es Riqueza”[63].

En suma, para Rengifo el ordenamiento institucional del país tenía un rol fundamental en el fomento de las actividades productivas nacionales. A su juicio, la naciente República requería orden gubernativo, protección de los derechos individuales, enseñanza de las buenas costumbres, fomento de la industria y paz doméstica. Para promover el desarrollo económico, el Estado debía remover los “estorbos” que impedían el crecimiento de las actividades productivas e industriales, el derecho a la propiedad y la reducción de los costos de producción. Al mismo tiempo, debía dar suficiente libertad a los actores económicos para que pudiesen desenvolver sus actividades sin trabas ni entorpecimientos innecesarios. Por otra parte, estimaba necesario aprobar leyes para regular los impuestos, establecer el arreglo de las oficinas de Hacienda e impedir que se desvíen los fondos públicos a otros gastos que no sean los de estricta necesidad en el orden administrativo. Por último, consideraba como primordial mantener un sistema de cuentas fiscales comprensible, ordenado y equilibrado en sus ingresos y gastos.

En un homenaje póstumo realizado en 1915 con motivo de los setenta años de su fallecimiento, el entonces ministro de Hacienda, Alberto Edwards, hizo colocar en un sitial de honor del Ministerio de Hacienda un retrato realizado por Exequiel Plaza basado en la representación realizada por Carlos Wood. A la vez, escribió una carta a su hija, ponderando a Manuel Rengifo como “una de las más altas figuras de nuestra historia republicana”, y se preguntaba “¿Cómo podríamos olvidar al gran Ministro que organizó la hacienda pública y fundó el crédito de la República?”[64].

Finalizaremos con las palabras de Benjamín Vicuña Mackenna quien, pese a que su padre polemizó ácidamente con Rengifo, lo elogió así: “pocas o ninguna figura política de 1830 se presenta delante de la historia revestida de más simpáticos caracteres que la de este hombre de Estado, tan probo como laborioso, creador en cierta manera del régimen que ha asegurado la riqueza pública y el crédito del Estado, esa otra riqueza que antes de él no era conocida, y quien, sin embargo, después de una juventud que perteneció toda al trabajo y al infortunio, murió como hubiera muerto en su juventud, pobre, laborioso y honrado. ¿Qué mayor elogio pudiera hacerse, en verdad, de un asentista, que el que habiendo dispuesto con manos libres de los millones que constituyeron nuestras deudas en el interior y extranjero, conservara aquellas limpias, aun de la sospechas (cosa admirable) de sus émulos?”[65].

Una opinión sobre el estado de la hacienda pública en 1840, la encontramos en el opúsculo del ex ministro de Hacienda Diego José Benavente, que vio la luz el año siguiente. El autor se muestra preocupado por el continuo aumento de los gastos: en cada legislatura o en cada período de facultades extraordinarias, se decretaban nuevos empleos, se aumentaban los sueldos, se asignaban pensiones, se transigía con dinero derechos dudosos, se consolidaban deudas, se decretaban “monumentos o establecimientos, cosas todas, si se quiere, de equidad o utilidad, pero que imponen gravámenes efectivos a rentas eventuales, sin inquirir antes el real y verdadero estado de ellas”[66]. Según Benavente, el “ramo del servicio público que más cuesta y en el que se divisan mayores abusos es en el de la guerra. Este absorbe en el estado de paz más del tercio de nuestras rentas, estando el ejército reducido a dos mil hombres, y la escuadra a una fragata y dos goletas”. El problema era “la multitud de generales, jefes y oficiales” que, por su número y costo “podían formar un regimiento” pero que no tenían un destino efectivo, una situación que no se daba en otros departamentos[67].

El siguiente gráfico, que muestra la distribución de egresos fiscales en 1840, confirma las apreciaciones de Benavente, y si bien el presupuesto del Ministerio de Hacienda era superior a los gastos de defensa hay que tener presente que éste incluía las aduanas y la red de oficinas del estanco repartidas a lo largo del país.

Gráfico 1.3

Distribución del gasto fiscal en 1840[68].

(%).

Respecto de las entradas fiscales, Benavente estimaba que una nación no debía “confiar su subsistencia sobre una única contribución”, aludiendo a las entradas por concepto de aduanas, que constituían la renta principal de la República. Llamaba la atención sobre la fragilidad de esta fuente de entradas, favorecida coyunturalmente por la guerra fratricida de las naciones vecinas, pero estimaba que, con la paz y la libertad de comercio, “se verá a Valparaíso descender de la altura a que lo han elevado esos eventos y cuando llegue a efectuarse la gigantesca empresa de la apertura del istmo de Panamá, vendrá a ser el último puerto de Pacífico el que hoy es el primero”.

Gráfico 1.4

Distribución de las entradas fiscales en 1840[69].

(%).

Como se aprecia en el gráfico anterior, el impuesto a la exportación del cobre y los derechos de internación de mercaderías extranjeras, cobrados a través de las aduanas, representaban casi dos tercios de las entradas del fisco. Si agregamos el producto del estanco, al cual ya se ha hecho referencia, y el diezmo, que estaba siendo sustituido por el catastro, se llega a más del 90% del total de las entradas fiscales.

6 · Jean Gustave Courcelle Seneuil y la Hacienda Pública chilena

La siguiente figura de importancia en la organización de las finanzas públicas y, en especial, en la difusión de las doctrinas económicas liberales el economista francés Jean Gustave Courcelle Seneuil (1813-1892). Fue contratado por el Gobierno de Manuel Montt en 1855 para realizar clases de economía política en la Universidad de Chile y como oficial consultor del Ministerio de Hacienda, arribó a nuestro país en junio de 1855.

Durante sus años de formación en Paris, se había convertido en un reconocido intelectual, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia especializado en economía política y resuelto defensor de las doctrinas liberales, escribiendo en periódicos, revistas y enciclopedias[70].

Diego Barros Arana, que fue alumno suyo, lo recuerda como uno de los profesores más ilustres que tuvo la Universidad de Chile.

“Por la variedad y por la extensión de sus conocimientos, por la solidez de su espíritu, por la claridad magistral en la exposición de las doctrinas científicas, y hasta por la seriedad, la modestia y la bondad de su carácter, don Juan Gustavo Courcelle Seneuil era uno de esos profesores que despiertan en los jóvenes el amor al estudio y que dejan recuerdos gratos e indelebles en el ánimo de los que tuvieron la fortuna de ser sus discípulos”[71].

Jean Gustave Courcelle Seneuil.

Como profesor y formador de varias generaciones de estudiantes, destacó por sus “explicaciones, hechas sin aparato, en conferencias familiares, dispuestas de la manera más aparente para hacerlas claras y comprensibles, y revestidas de formas sencillas pero atrayentes, estaban perfectamente calculadas para desarrollar en los jóvenes el espíritu de observación, y para desterrar el aprendizaje de memoria a que todavía se les condenaba en una gran parte de sus estudios”[72].

Para presentar ejemplos en sus clases “utilizaba hábilmente su asombrosa ilustración en historia, en geografía y en tecnología, explicando con frecuencia en la forma más elemental y sumaria los procedimientos industriales, las maravillas operadas por el comercio, y las inmensas dificultades que ha tenido que vencer para abrirse vías de comunicación y para acercar artificialmente todos los países de la tierra… Aquellas explicaciones que abrían horizontes nuevos a la inteligencia y a la razón, suministraban a la vez conocimientos agradables y útiles que los jóvenes no habían podido recibir hasta entonces en ninguna de sus clases”[73].

Al mismo tiempo, “fuera de la clase, pudo también el señor Courcelle Seneuil ejercer una benéfica influencia en nuestro desenvolvimiento intelectual. La rectitud de su carácter, la suavidad de su trato y de su conversación siempre agradable e instructiva, le atrajeron la amistad de todos o de casi todos los hombres que en nuestro país vivían consagrados al cultivo de las letras o de las ciencias”[74].

Su estadía en nuestro país se vio interrumpida entre los años 1858 y 1859, cuando fue enviado a Europa por el Gobierno de Chile como secretario y consejero de la misión encargada de contratar un empréstito. Aprovechó su permanencia en París para publicar su Tratado teórico y práctico de economía política, en el que reunió en una “forma concreta y científica las lecciones de su curso”[75].

El Huáscar recalando en Valparaíso, después de su captura en Angamos, el 8 de octubre de 1879.

De vuelta a Chile, se dedicó con ahínco a sus labores como profesor y consejero del Ministerio de Hacienda, posición que le permitió elaborar una serie de informes y documentos sobre una gran variedad de materias económicas que fueron la base de leyes y de decretos “de indisputable utilidad”. Estos incluyen un informe sobre la ordenanza de aduanas, otro sobre la ley de monedas, sobre la situación de la hacienda pública, sobre la libertad de bancos, y sobre la contabilidad de las oficinas fiscales. Su intervención en estos asuntos se hizo sentir por “reformas que han producido excelentes resultados”.

Abandonó nuestro país en 1863 regresando a Francia, donde continuó su carrera académica publicando nuevos aportes referidos a las ciencias económicas. Se mantuvo siempre en relación con nuestro país ya sea publicando artículos en defensa de Chile, a raíz de la guerra con España y la Guerra del Pacífico, o bien comprando y enviando libros para la Biblioteca Nacional[76].

Una de sus contribuciones más notables en la organización de la hacienda nacional fueron sus orientaciones para establecer la ley de bancos, sancionada el 23 de julio de 1860. Poco antes, en 1857, el economista francés había publicado un artículo en la Revista de Ciencias y Letras en el que analizaba si los bancos de circulación eran establecimientos útiles y ventajosos al desarrollo de la riqueza de los países en que existían y si sería provechoso establecerlos en Chile. Indicaba que en 1855 se habían desarrollado arduas discusiones que “ocuparon los periódicos del país y la atención de algunas personas a quienes su fortuna, inteligencia o carácter político daban un lugar preeminente en la sociedad”. Con el tiempo las discusiones habían cesado, pero las cuestiones planteadas subsistían y “muchos establecimientos particulares, eludiendo en cierto modo las disposiciones prohibitivas de la ley, han emitido billetes a la vista y al portador”. De este modo, planteaba, que las cuestiones discutidas hace años se encontraban “resueltas en la práctica: se ha dado ascenso a la utilidad de los bancos de circulación y a la conveniencia de establecerlos en Chile”[77].

En opinión de Courcelle Seneuil, “las operaciones de comercio, que arrastran tras sí multitud de entradas y salidas de dinero, y las operaciones de prestar y tomar a préstamo, han tomado en Chile un incremento considerable hasta el punto de poder establecer en él con ventaja casas especiales para hacer los pagos y cobranzas, y para negociar en las operaciones de prestar y tomar a préstamo, en una palabra, establecer bancos”[78].

En su estudio sobre los bancos consideraba que era posible “imaginar cuatro distintos sistemas de bancos de circulación: uno o muchos bancos establecidos por el gobierno, uno o muchos bancos privilegiados, libertad de bancos bajo condiciones designadas por una ley y libertad completa bajo el imperio del derecho común sin intervención de alguna otra ley”. Para el caso de Chile, el “arte del banquero” era poco conocido y la competencia podía desencadenar “muchas malas operaciones”. Esto podía inclinar la balanza al sistema de privilegios, pero todos sabían “cuánto se arraigan los privilegios y cuán poderosos son los intereses de los privilegiados”. En cambio, la libertad tenía sus inconvenientes pero “posee actividad y da lecciones provechosas. Causa algunos desastres, pero éstos pueden preverse y uno debe esperar que sucedan. Con todo, este régimen a la larga es el mejor y el más normal”. Debía proclamarse eso sí una ley que se “limitase a exigir garantías legítimas, a indicar a la opinión los abusos posibles y a castigarlos”, con el objetivo de que “los ensayos de la libertad fuesen menos peligrosos y temerarios”. En todo caso, si se optaba por la libertad era necesario estar “a la espera de algún desastre y no dar mucha importancia a los clamores de la opinión, que en semejantes casos maldice siempre la libertad y reclama restricciones y privilegios. La libertad cuesta caro algunas veces en los principios, pero se corrige a sí misma y con el tiempo es sin disputas el mejor de los sistemas”[79].

Otro estudio significativo para el ordenamiento de la hacienda pública nacional y para definir la política comercial del país, fue su “Examen comparativo de la tarifa i legislación aduanera en Chile, con las de Francia, Gran Bretaña i Estados Unidos”. Pese a las dificultades que entrañaba una comparación exacta y equitativa de las leyes de aduanas de los pueblos, afirmaba que “la conclusión que he sacado de este estudio, no es tal vez ni nueva, ni muy útil, ni muy instructiva, pues que de ella no resulta ningún plan ni proyecto de reforma; pero he creído que debía concluir, como lo he hecho, a pesar de las criticas tan vagas, como infundadas de que ha sido objeto la Ordenanza de Aduanas en algunos diarios del país. Creo que cuando una legislación es buena, conviene conservarla, y con mayor razón cuando es excelente”[80].

Informe sobre el Estado de la Hacienda Pública de Chile, 1861.

A su juicio existían “dos sistemas opuestos, uno que se dice protector, y el otro que se funda sobre la libertad de cambios”. No obstante, Courcelle Seneuil indicaba que no creía que se debiese tomar, por regla, ninguno de los dos sistemas pues la legislación de aduanas no concierne solamente a la libertad comercial sino que toca además cuestiones de impuestos, relaciones exteriores y defensa militar. En todo caso, la política comercial de Chile “es más liberal; no hay más que tres prohibiciones fundadas evidentemente en motivos de orden público, y el capítulo de las franquicias es casi tan extenso como en Inglaterra; pero estas franquicias se han promulgado aquí con un espíritu muy diferente. En Inglaterra, el legislador ha procurado hacer entrar los alimentos para mantener una población superabundante y las materias primas para una industria gigantesca. En Chile con una población escasa y un territorio fértil, el legislador poco ha pensado en los alimentos y las materias primeras: por el contrario, ha cuidado de favorecer la entrada de todo lo que podía fomentar la instrucción general y profesional, extender las necesidades industriales de la población y desarrollar el trabajo”. Así, por ejemplo, no se había limitado a las franquicias de materias primas sino que se había libertado al mismo tiempo las herramientas y los materiales que sirven a la construcción de buques. A juicio del destacado economista, “la legislación de aduanas de Chile es superior a la de estos tres países, ya sea bajo el aspecto económico, ya sea bajo el aspecto de las relaciones comerciales y “de la sencillez de los procedimientos”. En suma, Courcelle Seneuil la consideraba “como un monumento que hace honor a la República y a los que la han concebido y realizado. Puede ser bueno mejorar algunos detalles, rebajar algunos derechos o algunos avalúos, pero conservando siempre con cuidado el conjunto del sistema”[81].

A fines de 1861, Courcelle Seneuil envió al ministro de Hacienda, Manuel Rengifo Vial —hijo de Manuel Rengifo—, su Informe sobre el Estado de la Hacienda Pública. Pese a sus aprensiones por las dificultades que tuvo para entender el funcionamiento de la hacienda pública nacional y para recabar la información necesaria para elaborar su informe, debida a la “carencia de una contabilidad general que abarque todos los destalles de entradas y gastos públicos”[82]. Por ello, a pesar que las cuentas de los empleados de hacienda no carecían de orden y claridad, era muy difícil extraer de ellas un balance completo y exacto. Esto se prolongaba en el tiempo y duraría “mientras todos esos empleados no sean dirigidos de un modo uniforme y comprobados en sus operaciones por la redacción de balances generales y periódicos”[83]. No obstante, a su juicio, había logrado un conjunto bastante exacto de la situación financiera del país.

El trabajo encomendado consistía en determinar las existencias fiscales al primero de octubre de 1861, definir los gastos y entradas probables durante el último trimestre de 1861 y durante 1862, además de indicar los medios más convenientes para hacer frente a las necesidades del erario nacional. A su juicio, no obstante el déficit fiscal que había contabilizado, la situación de la hacienda pública chilena era todavía muy buena y “no autoriza las alarmas que han conmovido la opinión pública. Pocos Estados en el mundo se encuentran en una condición tan satisfactoria, bien que la mayor parte de ellos paguen contribuciones mucho más elevadas que esta república”[84].

Sin embargo, era necesario realizar algunas reformas para “aumentar el buen orden en el movimiento de los fondos fiscales”. Una de las más importantes era el “establecimiento de una contabilidad general”. El mismo se había visto limitado por este problema pues al emprender su estudio la situación del erario “no estaba determinada ni precisada en ninguna oficina”. Tampoco había encontrado libro alguno que le hubiese permitido “seguir útilmente el movimiento de fondos” por lo que era casi imposible hacer un balance “sobre cuentas aisladas por muy bien llevadas que sean, sin exponerse al peligro casi inevitable de contar dos veces la misma cantidad ya sea en las entradas, ya en los gastos”[85].

El Araucano, 27 de octubre de 1843.

7 · La organización del Ministerio de Hacienda, y la planta de funcionarios

La planta de los ministerios fue fijada por una ley de 29 de julio de 1853. En ella se contemplaban cuatro categorías de funcionarios: los oficiales mayores, los jefes de secciones los oficiales de número y los auxiliares. El artículo 7º Nº 4 establecía el siguiente personal para el Ministerio de Hacienda:

“Un oficial mayor, dos jefes de secciones: el primero para lo relativo a la recaudación, administración e inversión de las rentas públicas; el segundo para lo relativo a la agricultura, minería, industria y comercio. Dos oficiales de número para cada sección y otro para la oficina del oficial mayor”[86].

De acuerdo a este ordenamiento, le competía al Ministerio de Hacienda no sólo el manejo de las entradas y gastos, sino también el fomento de las actividades productivas. Estas últimas funciones siguieron asignadas a esta secretaría de Estado hasta la reorganización de los ministerios en 1887. Los demás ministerios tenían una planta similar conforme al número de secciones. Con todo, hay que tener presente que esta planta no incluía el personal de las aduanas, de la Casa de Moneda y de la factoría del Estanco.

Además de ser jefes de servicio, los oficiales mayores se distribuían otros trabajos, conforme los asignara el Presidente de la República. Debían actuar como secretarios del Consejo de Estado, tener a su cargo la redacción del periódico oficial, por entonces El Araucano, y actuar como maestro de ceremonias en determinadas asambleas[87].

Los jefes de sección debían “reunir los datos y antecedentes relativos a los negocios que les correspondan y preparar los trabajos que el caso requiera”. Asimismo, debían adquirir un “conocimiento completo de las leyes, reglamentos y decretos referidos a los asuntos comprendidos en su sección, de los establecimientos o trabajos que de ella dependan, y estudiar las mejoras o reformas que exijan, así como las nuevas creaciones que sean necesarias en cualquiera de sus ramos para el servicio público”.

Debían, además, llevar una estadística de todos los ramos de su sección y organizar los datos por semestres, y pasar los datos y cuadros que formen a la oficina respectiva. Como si estas tareas fueran pocas, uno de los jefes de sección debía tomar a su cargo el archivo del ministerio. En cuanto a los oficiales de número, éstos eran los empleados encargados de los despachos de su sección. El funcionario asignado a la oficina del oficial mayor tenía a su cargo la “recepción, sello y distribución de la correspondencia”, es decir era el equivalente de la oficina de partes. Debía dar curso a los decretos y hacer la respectiva anotación, y pasar a los oficiales o funcionarios “los expedientes, notas o solicitudes que sean del caso”[88].

En lo que se refiere a sueldos, los oficiales mayores tenían una renta de 2.400 pesos anuales; los jefes de sección ganarían 1.500 pesos al año; los oficiales de número, 600 pesos, y los auxiliares, 375 pesos[89].

Las oficinas del Ministerio de Hacienda funcionaban en el complejo del palacio del gobierno frente a la Plaza de Armas, en el lugar donde habían estado las Cajas Reales. A raíz del traslado de la sede del Gobierno al edificio de la Casa de Moneda durante la presidencia de Manuel Bulnes, en 1846, el ministerio pasó a ocupar una parte de las dependencias de este edificio. Por entonces, dicho inmueble sólo estaba construido por la calle Moneda con frente a una plazuela. Las oficinas del Presidente y de sus secretarios ocupaban “casi todo el primer departamento de este edificio y parte del segundo”. Si el espacio parece pequeño para albergar a todos los ministerios, hay que tener presente que la planta de las secretarías de Estado seguían siendo muy reducidas. Una guía de 1872 informa al respecto:

El Ministerio del Interior y de Relaciones Exteriores está dividido en dos oficinas independientes lo mismo que el de Guerra y Marina, no así el de Justicia Culto e Instrucción Pública que está compuesto de tres secciones reunidas en una sola oficina presidida por un solo jefe.

Palacio de La Moneda, donde en 1846 funcionaba el Ministerio de Hacienda y la Tesorería de Santiago.

La planta del Ministerio del Interior se compone de un ministro, un oficial mayor, tres jefes de sección, siete oficiales de número, un auxiliar, dos telegrafistas y un portero.

La del departamento de Relaciones Exteriores se compone de un ministro, un oficial mayor, un jefe de sección, un traductor, cuatro oficiales de número, dos auxiliares y un portero.

La planta del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, es de un ministro, un oficial mayor, dos jefes de sección, once oficiales y un portero.

La planta de los demás ministerios es poco más o menos la misma[90].

Todavía más, y fuera de la Presidencia y los ministerios, tenían su sede en el Palacio de Gobierno, la Tesorería General y la Contaduría Mayor[91].

A raíz del creciente aumento del trabajo de las oficinas de Hacienda, el Congreso Nacional aprobó, con fecha 22 de diciembre de 1875, un proyecto de ley para su reorganización. Se estableció que la administración general de la hacienda pública estaría a cargo de las siguientes oficinas cuyas funciones se especificaban:

  1. La Corte de Cuentas, cuya función principal era examinar y fallar en primera y segunda instancia las cuentas que mensualmente deben rendir todas las oficinas y funcionarios que administren fondos fiscales.
  2. La Dirección de Contabilidad General, sucesora de la Contaduría Mayor, que debía llevar las cuentas generales de la hacienda pública en vista de los balances de los libros y cuentas detalladas de las Direcciones del Tesoro, de Impuestos y de Crédito Público, de las Tesorerías, Aduanas y demás oficinas.
  3. La Dirección del Tesoro y Amonedación, que estaba integrada, a su vez, por dos secciones: la sección del Tesoro, que venía a ser la Tesorería General, y la sección de Amonedación encargada de comprar las pastas de oro y plata para su amonedación y encargarse de la Casa de Moneda.
  4. La Dirección de Impuestos y Crédito Público, que también estaba constituida por dos secciones. La de impuestos debía llevar registros de los contribuyentes al impuesto agrícola, patentes y demás impuestos directos que se establecieren; velar por el cobro de estos impuestos, y comprar y distribuir las especies estancadas y el papel sellado a través de la red de tesorerías. Por su parte, la sección de Crédito Público debía llevar la cuenta de la deuda interior y exterior; emitir los bonos u obligaciones del tesoro por los empréstitos interiores que se levanten; amortizar los bonos y pagar los intereses por medio de libramientos girados contra las tesorerías y formar presupuestos de los fondos que periódicamente se necesiten para el pago de las deudas.
  5. La Dirección de Aduanas, que entre sus funciones debía llevar cuenta del rendimiento de las aduanas y comunicarla mensualmente a la Dirección de Contabilidad General; formar la tarifa de avalúos y comunicar a las aduanas las leyes y disposiciones cuyo cumplimiento les obligue[92].

Muelle Prat, Valparaíso, hacia 1850.

Igualmente importante es el establecimiento de una red de tesorerías provinciales y departamentales, que venían a sustituir la administración del Estanco, las tesorerías de los liceos, del cuerpo de ingenieros civiles, las cajas de los cuerpos del ejército y otras reparticiones que manejaban dinero. A las tesorerías, entre otras funciones, les correspondía administrar los bienes de propiedad del Estado; recaudar las rentas, impuestos y créditos fiscales; expender las especies estancadas, papel sellado, patentes y estampillas; percibir los impuestos de alcabala y agrícola. Desempeñar las funciones de administradores de correos, excepto en Santiago y Valparaíso; pagar todas las cantidades autorizadas por ley, decretos supremos o sentencias de los Tribunales de Justicia; cubrir los presupuestos mensuales de los establecimientos nacionales de instrucción pública; pasar revista de comisario en los primeros días de cada mes a las fuerzas del ejército que existan en su respectivo departamento; cuidar que ingresen a las arcas fiscales las cantidades sobrantes; efectuar los pagos de giros postales y representar judicialmente los intereses fiscales. Esta creación facilitaría la supresión del estanco de la cual ya se ha hablado[93].

Las tesorerías más importantes eran las de Santiago y Valparaíso; las demás provincias tenían otras con menor dotación y en las provincias de Llanquihue y Chiloé sus funciones quedaban encargadas a las aduanas locales. Lo mismo sucedía con las tesorerías departamentales de Caldera, Coquimbo, Constitución, Coelemu, Talcahuano y Lautaro cuyas funciones quedaban en las aduanas de los puertos locales.

La ley de 1875 fijaba también la planta del ministerio: las cinco oficinas mencionadas tenían una dotación total de 86 personas, de las cuales 21 correspondían a los talleres de la Casa de Moneda. Aun tomando solamente la planta de las cinco direcciones, se aprecia un crecimiento significativo respecto de la situación anterior[94]. La nueva red de tesorerías que sustituía al estanco, contaba con 213 funcionarios. A ellos habría que agregar el personal de las aduanas marítimas y terrestres, de los respectivos resguardos, de la alcaidía de Valparaíso y otros funcionarios, que, según la misma ley alcanzan a 633[95]. Su número relativamente elevado se explica por la importancia de los impuestos aduaneros dentro del total de las entradas del Estado y por la necesidad de impedir el contrabando, tan generalizado en los primeros decenios de la República.

8 · La política económica y el Ministerio de Hacienda desde mediados de siglo hasta la Guerra del Pacífico

Hasta mediados del siglo XIX, el país experimentó un ciclo de prosperidad económica basado fundamentalmente en el crecimiento de las exportaciones y en el prudente manejo del gasto fiscal. Sin embargo, desde fines de la década del 50 se produjo un desequilibrio en las finanzas fiscales, como se muestra en el gráfico siguiente, el que fue saldado en buena parte con préstamos externos e internos.

Gráfico 1.5

Ingresos y gastos fiscales y producto interno bruto.

Millones de pesos[96]

El fuerte aumento de los gastos a mediados de los años 60 se explica por la guerra con España, una situación excepcional, que se revierte sólo en parte y que se reagrava a mediados del decenio siguiente. El mayor desequilibrio fiscal de los 70 coincide con un déficit de la balanza comercial y una caída en el tipo de cambio que llevó a replantear ciertos aspectos de la estrategia de crecimiento y desarrollo económico y de las políticas monetarias y fiscales implementadas hasta entonces.

Hasta ese momento, existieron ciertos consensos acerca de la política económica nacional. En un comienzo ésta fue más bien proteccionista; se favorecieron las manufacturas nacionales con derechos de internación elevados para los productos importados equivalentes, se otorgaron privilegios exclusivos y rebajas en los derechos de internación a las maquinarias para determinadas industrias y se otorgaron ventajas a la marina mercante nacional, aunque los armadores chilenos no lograron sacar pleno provecho de ellas. El arancel aduanero de 1851, establecía un arancel básico de 25% para los productos importados, que se elevaba a 30% para los productos fabricados en el país. También la agricultura recibió alguna protección con un gravamen de 25% sobre el trigo y derechos específicos sobre los vinos y licores[97].

Con la reforma de la ley de aduanas de 1864 se habría abandonado esta política, adhiriendo el gobierno y las elites a las doctrinas librecambistas. Esta ley, por ejemplo, extendió un derecho general parejo a casi todas las mercaderías de importación, sin las excepciones realizadas por la ley de aduanas de 1835. Así, con la ordenanza de 1864, impulsada por el ministro de Hacienda, Alejandro Reyes, la lista de cien productos exentos de derechos fue reducida a veintinueve y se impuso un impuesto básico de 25%, aunque la maquinaria podía ser importada libre de impuestos mediante una autorización especial[98]. El nuevo arancel más parejo y menos diferenciado habría cimentado la ruta del librecambismo hasta los albores de la Guerra del Pacífico.

Estación de Limache, hacia 1890.

El historiador Luis Ortega ha cuestionado la existencia de un sesgo proteccionista antes de 1864, planteando que las tarifas aduaneras diferenciadas fueron más bien un instrumento de recaudación fiscal antes que un modo de proteger la industria nacional. De hecho, precisamente, en ese período los derechos de aduana fueron la mayor fuente de ingresos públicos. En este sentido, indica que es necesario distinguir entre la protección nominal y la protección efectiva, pues esta última considera tanto los impuestos a los productos terminados como aquellos que se aplican a las materias primas e insumos empleados. Inclusive, plantea que los cambios ocurridos en 1864 crearon un margen mayor de protección para la producción local o, por lo menos, mantuvo los niveles anteriores en la medida que desgravó la internación de materias primas e insumos e incrementó la que gravaba la importación de bienes industriales que ya se elaboraban en el país. Por ejemplo, en 1870, la Comisión de Hacienda del Legislativo aprobó la solicitud de Guillermo Délano, propietario de una fábrica textil, de importar libre de derechos lanas y otras materias primas. Al año siguiente Guillermo Matta propuso que el cáñamo utilizado en la fabricación de sacos y equipo marítimo fuese importado libre de derecho. Ramón Barros Luco, ministro de Hacienda de Federico Errázuriz presentó un Código de Aduana que incluía más artículos a la lista de exención tributaria, especialmente materias primas o maquinaria de uso industrial[99].

Ramón Barros Luco, 1899.

La crisis económica de mediados de la década de 1870 reforzó las ideas en torno al fomento de la industria nacional por lo que, al parecer, este proceso, generalmente atribuido al Presidente José Manuel Balmaceda, se habría originado con anterioridad. La crisis había comenzado en la minería pero gradualmente se extendió a toda la economía. A la paralización de las actividades mineras se sumó una crisis agrícola provocada por un año de sequía seguido por años lluviosos que anegaron los campos y destruyeron las cosechas. La situación se tornó tan crítica que el país se vio obligado a importar trigo. Así, por ejemplo, El Mercurio de Valparaíso declaraba en 1878: “de Atacama a Magallanes no se oye más que un quejido: el del hambre. Y no sólo son los desheredados de la suerte los que se quejan; son los que ayer eran felices con el fruto de su [100]. Para muchos analistas de la época el país no podía depender sólo de la exportación de productos agrícolas y minerales por lo que se debía diversificar las exportaciones y establecer el desarrollo de la industria. De hecho, la ley de internación de 1878 declaró libres de derechos de importación a todas las materias primas y bienes terminados que entraban en procesos productivos[101].

En relación con la política monetaria, hasta 1860 los únicos medios de pago legales que existían en el país eran las monedas de oro y plata, —una pequeña acuñación de moneda divisionaria de cobre no tuvo mayor circulación—, lo cual impedía satisfacer los expansivos requerimientos de la economía nacional y producía una escasez de circulante crónica. La actitud de los gobiernos había sido reticente a la formación de instituciones de crédito. En 1848, la consternación pública producida por la fundación del Banco de Valparaíso terminó con una orden de clausura dictada por la Corte Suprema. La Ley de Bancos de Emisión aprobada en 1860 intentó normalizar la situación del crédito y del circulante en el país permitiendo que cualquier persona capaz de establecer una empresa comercial pudiese fundar y operar bancos que podían emitir billetes redimibles en moneda metálica hasta por un 150% del capital pagado. La nueva legislación impulsó la creación de numerosos bancos y aumentó la cantidad de circulante en la economía nacional. Entre 1860 y 1879 se crearon dieciocho instituciones que operaban con entera libertad y que permitieron una considerable expansión del crédito, que se extendió también al gobierno que debía financiar sus gastos crecientes. Así lo indicaba el ministro de Hacienda Ramón Barros Luco, quien, en 1876, aseveraba que las instituciones de crédito habían “prestado importantes servicios a los intereses fiscales”[102].

El crecimiento de la economía y de la burocracia, los requerimientos de infraestructura y servicios, especialmente la construcción de ferrocarriles, y la expansión del crédito, incitaron al gobierno a flexibilizar su política de austeridad fiscal. Como vimos más arriba, hasta 1858 hubo un equilibrio entre los ingresos y gastos fiscales con algunos años de excepción, pero desde entonces el déficit y la asignación de recursos extraordinarios pasaron a ser la constante en el modo de financiamiento del sector público. Además de los empréstitos ya mencionados, el endeudamiento interno, con altas tasas de interés, creció al 12,6% anual hasta 1878, llegando a representar el 30% del total de los ingresos fiscales.

Otra fuente de ingresos fiscales fueron las empresas y servicios del Estado, cuya contabilidad estaba incorporada en las cuentas fiscales. Los ferrocarriles, correos y telégrafos fueron las actividades que tuvieron mayor impacto en las entradas fiscales, especialmente la primera. Por entonces, las operaciones de los ferrocarriles arrojaban ganancias: en el caso del Ferrocarril de Valparaíso a Santiago, los gastos operacionales alcanzaban a poco más del 58% hasta 1879[103]. El siguiente gráfico muestra la creciente incidencia de estos ingresos sobre el presupuesto total.

Gráfico 1.6

Ingresos de ferrocarriles, correos y telégrafos sobre total de entradas 1863-1879.

En miles de pesos de cada año[104]

La caída de los precios del cobre y la plata, las malas cosechas agrícolas habían contribuido a desencadenar una crisis económica a mediados de la década de 1870. La consiguiente declinación de los ingresos aduaneros, sumada al creciente endeudamiento para solventar la hacienda pública, impulsó nuevamente el debate acerca del financiamiento de Estado y de la estructura tributaria nacional, reviviéndose la idea de gravar el patrimonio o los ingresos. En 1876, el Presidente Aníbal Pinto convocó a una sesión extraordinaria de la Cámara de Diputados para discutir la posibilidad de tasar las donaciones y herencias. A pesar de las resistencias, dos años después la cámara aprobó una iniciativa en este sentido. En 1878, la Comisión de Hacienda presentó infructuosamente a la Cámara Baja seis medidas tributarias tendientes a gravar a las personas. Anonadado, el ministro de Hacienda, Julio Zegers, presentó una nueva moción al parlamento que muchos rechazaron por ineficiente, defectuosa, mal concebida y perjudicial para la economía del país. El ministro Zegers usó los debates para calificar el sistema tributario de Chile como “defectuoso… injusto en sus fundamentos y oneroso en su percepción” porque fijaba un impuesto a quienes trabajaban mientras que los ricos que vivían de sus inversiones, quedaban al margen. Rebajando sustancialmente las tasas de impuesto originales, Zegers logró que la Cámara de Diputados despachara el proyecto a la Cámara de Senadores donde se aprobó una propuesta sustancialmente distinta a la presentada por el ministro, la que finalmente fue ratificada por los [105].

Julio Zegers.

No obstante, hacia 1878, la construcción de obras de infraestructura favorables al desarrollo económico exportador junto con el aumento del aparato estatal, estaban llevando a un espiral de endeudamiento y a una posible bancarrota.

La interdependencia entre el gobierno y los bancos había quedado en evidencia en 1866 cuando el primero contrató un préstamo con cinco bancos nacionales para financiar los gastos de la guerra. Como parte del acuerdo, el gobierno decretó la inconvertibilidad de los billetes emitidos por un plazo de once meses y les otorgó el privilegio exclusivo de que sus billetes fueran recibidos en todas las oficinas fiscales por su valor nominal por un período de 22 años. Los bancos respondieron rápidamente a la demanda y en los 10 años siguientes aumentando en 3,8 veces la cantidad de billetes en circulación, pero no incrementaron sus reservas metálicas en la misma proporción, lo que puso a los bancos en la situación de no poder rescatar sus billetes, llegado el momento.

En la segunda mitad de la década de 1870, la devaluación del peso, la reducción de las reservas metálicas de los bancos y los crecientes déficit fiscales financiados con préstamos bancarios aumentaron la incertidumbre acerca de la solidez del sistema financiero nacional. Durante julio de 1878, un creciente retiro de los depósitos en los bancos adquirió las características de una corrida y dejó al descubierto el precario nivel de sus reservas metálicas.

Augusto Matte.

El ministro de Hacienda, Augusto Matte, evaluó la posibilidad de declarar la inconvertibilidad con el objetivo de evitar el cataclismo financiero. El presidente Pinto describió las negociaciones realizadas desde las 12:30 del día domingo 21 de julio de 1878 hasta las 02:00 del día siguiente entre sus cinco ministros, el influyente Antonio Varas; el gerente del Banco Nacional, José Besa, y el gerente del Banco A. Edwards, Jorge Ross. El día 22, el proyecto fue discutido en el Congreso en una extensa jornada, y al otro día, el Consejo de Estado prestó su acuerdo, antes que abriesen los bancos. Tal como había acaecido en 1866, los billetes bancarios no se podrían redimir en moneda metálica, si bien serían considerados moneda legal para el pago de toda clase de obligaciones.

La declaración de inconvertibilidad generó una fuerte presión sobre el tipo de cambio y reclamos de los depositantes. Muchos vieron en esta medida un robo institucionalizado; los bancos habían aceptado moneda metálica en depósito y ahora ofrecían devolver el dinero a sus clientes en billetes de dudoso valor. Sin embargo, resultaba mucho más importante para el gobierno, haber evitado una corrida generalizada sobre la totalidad de los bancos, con impredecibles consecuencias, aun cuando, al evitar la quiebra de los mismos, había trasgredido los principios liberales de la ley de 1860.

Si bien la medida había tenido un carácter temporal, la inconvertibilidad se hizo permanente. Por otra parte, la resistencia del Congreso de aprobar nuevos impuestos para financiar los gastos fiscales obligaba al gobierno a seguir con la política de endeudamiento público. La crisis puso a prueba la globalidad del sistema económico y del diseño institucional y político del país. Fue, finalmente, el estallido de la guerra con Bolivia y Perú lo que permitió salir de la crisis económica.

[1] Ismael Sánchez Bella, La organización financiera de las Indias. Siglo XVI. Sevilla, Escuela de Estudios Hispano Americanos, 1968. Pp. 9-117.

[2] Ibíd., Fernando Silva Vargas, “Esquema de la Hacienda real en el Chile indiano (Siglos XVI y XVII)”, en Revista Chilena de Historia del Derecho, Nº 5, 1968, 208-21.

[3] John J. TePaske y Herbert S. Klein, The Royal Treasuries of the Spanish Empire in America. Volumen 3. Chile and the Rio de la Plata, Durham, N:C:, Duke University Press, 1982, pp. 2-154

[4] Silva, op. cit. 212-223; Sonia Pinto, Luz María Méndez y Sergio Vergara, Antecedentes históricos de la Contraloría General de la República, 1541.-1927, Santiago, Contraloría general de la República, 1977, 124-131 y 308; Fernando Silva, “La visita de Areche en Chile y la subdelegación del regente Álvarez de Acevedo”, Historia, Vol. 6, Santiago, 1967, pp.163-164

[5] Una mala reproducción del mismo en Carlos Stuardo Ortíz y Juan Eyzaguirre Escobar, Santiago. Contribuyentes, autoridades funcionarios agentes diplomáticos y consulares. 1817-1819, Santiago, Academia Chilena de la Historia, 1962, p. 43

[6] Pinto y otros, op. cit, pp. 145-149. Fernando Silva, “La Contaduría Mayor de cuentas del Reino de Chile”, Estudios de Historia de las Instituciones Políticas y Sociales, Nº 2, (Santiago) 1967, p.124-151

[7] Silva, op. cit. pp. 231-233;

[8] Ibid. 234-247; Víctor Tau Anzoátegui, y Eduardo Martiré, Manual de Historia de las instituciones argentinas, Buenos Aires, La Ley, 1967, pp. 142-146

[9] Marcelo Carmagnani, “La oposición a los tributos en la segunda mitad del siglo XVIII”, Revista Chilena de Historia y Geografía, Nº 129, (Santiago), 1961, pp. 170-177

[10] John J. TePaske y Herbert S. Klein, op. cit., pp. 57-137

[11] Una síntesis de los acontecimientos políticos en Gonzalo Izquierdo, Historia de Chile Tomo II, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1990, pp. 33-40

[12] Luis Valencia Avaria, Anales de la República, Textos constitucionales de Chile y registro de los ciudadanos que han integrado los poderes ejecutivo y legislativo desde 1810, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1986, Primera parte, p. 438. Valencia hace ver en una nota que el decreto de nombramiento publicado en la Colección de Leyes y Decretos del Gobierno confundo los cargos asignados a Villareal y Echeverría señalando al primero la Secretaría de Gobierno y al segundo la de Hacienda, un error que ha rectificado a partir del libro original de toma de razón.

[13] Izquierdo, loc. cit., Valencia Avaria, Anales, pp. 438-439.

[14] Abogados recibidos en Chile desde el 13 de diciembre de 1788 hasta el 30 de junio de 1914, Santiago, Sociedad Imprenta y Litografía Universo, 1914, p. 125; Valencia Avaria, op. cit., Tomo I p. 46, 81, Tomo II. pp. 16 y 30; Diego Barros Arana, Historia General de Chile, Vol. VIII, 127-128; Sesiones de los Cuerpos Legislativos, Tomo II. pp. 5 y 7. Raúl Silva Castro, Asistentes al Cabildo Abierto de septiembre de 1810, Santiago Editorial Andrés Bello, 1968, p. 125

[15] Silva Castro, op. cit. p. 57

[16] Valencia Avaria, op. cit., Tomo I pp. 439-440; carta de Hipólito Villegas a Bernardo O’Higgins, 6-5-1817, en Archivo de don Bernardo O’Higgins, Tomo VIII pp. 267-273. Véase también Archivo de don Bernardo O’Higgins, tomo VII, p. 13.

[17] Silva Castro, op. cit. p. 126.

[18] Silva Castro, op. cit. pp. 51-52

[19] Ver Valencia, Anales I 47 y SCL V 534

[20] Stuardo y Eyzaguirre, op. cit., p. 48

[21] Silva Castro, op cit, pp. 88-89; Valencia, Anales, Tomo I p. 44; Estado de las fuerzas que tenía el ejército restaurador en el cuartel general del campo de la Rayada el día 9 de mayo de 1813, En Colección de Historiadores y Documentos relativos a la Independencia de Chile. T 23 p. 155, http://www.historia.uchile.cl/CDA/fh_article/0,1389,SCID%253D7708%2526ISID%253D405%2526PRT%253D7650%2526JNID%253D12,00.html. 6-7-2013

[22] “Proyecto de Constitución Provisora para el Estado de Chile”, capítulo III, Art 5º en Valencia, Anales, tomo I, pp. 69-70

[23] Luis Barros Borgoño, “Rasgos biográficos. Noticia sobre don José Antonio Rodríguez Aldea” en Guillermo Feliú Cruz, Biógrafos e historiadores del Ministro de O’Higgins doctor José Antonio Rodríguez Aldea, Colección de historiadores y de documentos relativos a la Independencia de Chile, Tomo. XXXVIII, Santiago, Biblioteca Nacional, 1955, pp. 100-101.

[24] Citado por Rafael Sagredo, “La organización de la Hacienda Pública en Chile”, en Diego José Benavente: Opúsculo de la Hacienda Pública en Chile. Biblioteca Fundamentos de la Construcción de Chile. Santiago, 2010, p. XIII.

[25] Ibíd. p. XIV.

[26] Ibíd. pp. XIV-XVIII

[27] Ernesto de la Cruz y Guillermo Feliú Cruz: Epistolario de Don Diego Portales 1821 a 1837. Santiago, Dirección General de Prisiones, 1937, Tomo I, p.336 nota

[28] Sagredo, op. cit., p.XXI.

[29] Ibíd.

[30] Sagredo, op. cit., p. XXIII.

[31] Sagredo, op. cit., p. XXVIII.

[32] Ibíd., pp. XXXI-XXXVI.

[33] Valencia, Anales, tomo I. pp. 451-458

[34] Sagredo, op. cit., pp. xxxvi-xxxviii

[35] Andrés Sanfuentes, “La deuda pública externa de Chile entre 1818 y 1935”, Estudios de Economía, Vol. 14 Nº 1, junio 1987, pp. 19-21; Claudio Veliz, “The Irisarri Loan”, Boletín de Estudios Latinoamericanos y del Caribe, Nº 23, diciembre 1977, pp. 3-20.

[36] Sanfuentes, op. cit., pp. 20-22; Veliz, op. cit. pp. 14-15; Alfonso Ferrada: Historia comentada de la deuda externa de Chile: (1810 – 1945). Santiago, 1945, 166 p.

[37] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1834.

[38] Sanfuentes, op cit. p. 23, Veliz, op. cit. p. 20

[39] Memoria del Ministerio de Hacienda 1863.

[40] Sanfuentes, op. cit., pp. 26-27 y 50

[41] Sanfuentes, op. cit., pp. 28-29 y 50

[42] Citado por Sergio Villalobos y Rafael Sagredo: Los estancos en Chile. Santiago, Chile,  Fiscalía Nacional Económica, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2004, p. 99.

[43] Villalobos y Sagredo: Los estancos pp. 99-104

[44] Ibíd., pp 104-105; Gonzalo Lavaud, El estanco del Tabaco en Chile 1826-1846, Tesis para optar al grado de Licenciado en Historia. Santiago, P. Universidad Católica de Chile, 1996, pp. 58-76

[45] Citado en Villalobos y Sagredo, Los estancos p.108.

[46] Diego Barros Arana, Historia Jeneral de Chile, Santiago, Josefina M de Palacios, editora, 1897, Tomo XIV pp. 339-340.

[47] Villalobos y Sagredo, Los estancos pp. 110-112.

[48] Ibíd. pp. 113-114.

[49] Citado en: Sergio Villalobos y Rafael Sagredo: Los estancos en Chile. Santiago, Chile,  Fiscalía Nacional Económica, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2004.p.132.

[50] Villalobos y Sagredo, Los estancos, pp 147-156

[51] Ibíd. pp. 126-127

[52] Osvaldo Rengifo. Don Manuel Rengifo. Su vida y su obra. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1983.

[53] Citado por Osvaldo Barros Barros, Don Manuel Rengifo. El gran Ministro de la era Portaliana. Memoria de prueba para optar al grado de Licenciado en Ciencias Jurídicas. Universidad de Chile. Valparaíso, Escuela Profesional Salesiana, 1950, p. 34.

[54] Ibíd., p.35.

[55] Ver Barros Barros, op. cit., y Rengifo, op. cit., pp. 55.

[56] Rengifo, op. cit., La expresión cog estextual del documento original.

[57] “Carta de Manuel Rengifo a Diego Portales”. Santiago, febrero 16 de 1832, en Benjamín Vicuña Mackenna, Obras Completas, Tomo VI, p. 209, citada por Rafael Sagredo, “La organización de la Hacienda Pública”, p xiviii.

[58] Sagredo, “La organización de la Hacienda Pública en Chile”, p. xliv.

[59] Citado por: Rengifo, op. cit., pp .

[60] Memoria de Hacienda, 1835, p.

[61] Sergio Villalobos y Rafael Sagredo: El proteccionismo económico en Chile. S. XIX. Instituto Blas Cañas, Santiago, 1987, p. 36 y 37.

[62] Memoria de Hacienda, 1835, p. 251.

[63] Barros Barros, op. cit., p.53.

[64] Rengifo, op. cit., p.167.

[65] Citado por: Osvaldo Rengifo. Don Manuel Rengifo. Su vida y su obra. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1983, p.143 y 143.

[66] Diego José Benavente, Opúsculo sobre la hacienda pública en Chile (1841), Santiago, Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2010, p. 9.

[67] Ibíd.

[68] Ibíd.

[69] Diego José Benavente, Opúsculo sobre la hacienda pública en Chile (1841), Santiago, Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2010. Valores aproximados se han eliminados las fracciones para facilitar la lectura.

[70] Sobre las circunstancias de su nombramiento véase Juan Pablo Couyoumdjian, “Hiring a Foreign Expert” en The Street Porter and the Philosopher. Conversations on Analytical Egalitarianism, edited by Sandra J Peart and David M Levy, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2008, pp 289-316

[71] Diego Barros Arana, “Don Juan Gustavo Courcelle Seneuil (1813-1892)” en Obras Completas, Tomo XIII, Santiago, Imprenta, Litografía y Encuadernación “Barcelona”, 1914, p. 194.

[72] Ibíd., p. 198.

[73] Ibíd., pp. 198-199.

[74] Ibíd., p. 199.

[75] Ibíd., p. 200.

[76] Ibíd. pp. 201-209

[77] Jean Gustave Courcelle Seneuil: “Bancos de Circulación”. Revista de ciencias y letras. N°1 Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1857. Pp.

[78] Ibíd.

[79] Ibíd.

[80] 80 Gustave Courcelle Seneuil: Examen comparativo de la tarifa i legislación aduanera en Chile, con las de Francia, Gran Bretaña i Estados Unidos. Santiago, Imprenta Nacional, 1856.

[81] Courcelle Seneuil, Examen comparativo p. 46.

[82] Gustave Courcelle Seneuil, Informe sobre el Estado de la Hacienda Pública en primero de octubre de 1861 pasado al señor Ministro del ramo por J.G. Courcelle Seneuil corregido y anotado según informes últimamente adquiridos. Santiago, Imprenta nacional, 1861, p. 6.

[83] Ibíd.

[84] Courcelle Seneuil, Informe, p. 19.

[85] Ibíd.

[86] Ley de 27 de julio de 1853 en Ricardo Anguita, Leyes promulgadas en Chile: desde 1810 hasta el 1o. de junio de 1912 compiladas por… Santiago, Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona, 1912-1918, tomo I, pp. 611-612

[87] Art 3º de la Ley de 27-7-1953 en ibíd.

[88] Art. 4º ibíd.

[89] Art 8º, ibíd.

[90] Recaredo S. Tornero, Chile Ilustrado. Guía descriptivo del territorio de Chile, de las capitales de provincia, de los puertos principales, (1872), Santiago, Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 2011, pp. 117-118.

[91] Tornero, op. cit., p. 122.

[92] Ley de 22 de diciembre de 1875 en Pinto y otros, op. cit., 1977, pp. 396-427

[93] Ibíd., pp. 402-405

[94] Ibid, Título II, pp. 405-425

[95] J. Díaz, R. Lüders, R. y G. Wagner, La República en Cifras, 2010. EH Clio Lab-Iniciativa Científica Milenio. URL: http://www.economia.puc.cl/cliolab

[96] Elaborado en base a Villalobos y Sagredo, Proteccionismo económico, pp. 33-50, Banco Central de Chile y DIPRES.

[97] Ibíd. pp. 98-101

[98] William Sater, “Economic nationalism and tax reform in nineteenth century Chile”, en The Americas, (Washington D. C.) Vol. XXXII, Nº 2, octubre 1976, pp. 311-335.

[99] Frank W. Fetter, La Inflación monetaria en Chile. Santiago, Universidad de Chile, 1937, p. 24.

[100] Luis Ortega, Chile en ruta al capitalismo. Cambio, euforia y depresión. 1850 - 1880. Santiago, Dibam-Lom, 2005, p. 354.

[101] Ibíd., p. 369.

[102] Robert B. Oppenheimer, Chilean Transportation Development: The Railroad and Socio-Economic Change in the Central Valley. Tesis Doctoral Los Angeles, UCLA, 1976, pp. 492-510-511.

[103] Abelardo Aldana (dir.) Resumen de la Hacienda Pública de Chile: desde 1833 hasta 1914. = Summary of the finances of Chile: from 1833 to 1914, London, Spottiswoode & Co. Ltd., 1915, pp. 23-26.

[104] William Sater: “Nacionalismo económico y reforma tributaria a fines del siglo XIX en Chile”. Estudios Económicos, Vol. 18, 2, 1991, pp. 215 - 244.

[105] René Millar: Políticas y teorías monetarias en Chile. 1810 – 1925. Universidad Gabriela Mistral, 1994.

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