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Capítulo II: 1880 - 1925 El Ministerio de Hacienda durante el período Parlamentario

Trabajadores embarcando Salitre.

1 · El nuevo orden político

La incorporación de las provincias de Tarapacá y Antofagasta al territorio de Chile tras la Guerra del Pacífico permitió al país explotar económicamente zonas con importantes riquezas minerales que serían claves en el desarrollo económico nacional hasta hoy en día. De entre las riquezas obtenidas, el salitre fue, hasta la crisis de 1929, la principal fuente de ingresos del fisco, e incidió en todos los aspecto de la vida nacional, como se analizará en las siguientes páginas.

Salitreras de Tarapacá, hacia 1885.

Construcción de los tajamares en el río Mapocho a la altura del actual Parque Forestal, 1888.

No podía ser de otro modo, pues el Estado chileno de un momento se convertía en el principal productor de nitratos en el mundo[1], llenando las arcas fiscales con ingentes recursos provenientes del impuesto a la exportación de esta sustancia que se utilizaba como abono para la agricultura y para la fabricación de explosivos. Este nuevo escenario económico permitió que los gobiernos que llegaron a La Moneda dispusiesen de altos ingresos para continuar con el desarrollo de los servicios públicos y dar empleo a una naciente clase media. Quien por sobre todo representó ese impulso de la iniciativa estatal, fue el Presidente José Manuel Balmaceda (1886-1891)[2].

José Manuel Balmaceda (1886-1891).

Balmaceda, quien había sido crítico del autoritarismo presidencial en su juventud, desde que fue ministro del Interior durante la administración de Santa María, se fue haciendo cada vez más partidario de un ejecutivo fuerte, lo que intentó plasmar durante su propia administración[3]. Con este criterio y con los recursos provenientes del salitre, llevó adelante un vasto programa de obras públicas, mejoras educativas y la modernización militar y naval. Entre las obras del período, se destaca la construcción de nuevas escuelas, la extensión de las líneas de ferrocarriles, nuevos edificios gubernamentales, la canalización del río Mapocho, el dique seco de Talcahuano y el viaducto del Malleco.

Esta mayor riqueza del Estado daba al Presidente de la República, como administrador de la misma, un creciente poder de patronazgo, que se contraponía con las tendencias políticas de los decenios anteriores propensos a fortalecer la autonomía del Congreso a expensas del autoritarismo presidencial. Si bien Balmaceda tuvo un amplio apoyo político al momento de acceder al poder, su proyecto de gobernar con independencia del Congreso y maniobrar la sucesión presidencial, devinieron en un creciente y profundo conflicto con los partidos políticos en el Parlamento que constantemente intentaron someter al Presidente y sus gabinetes. En este contexto, es posible entender la constante rotativa ministerial de su gobierno y la imposibilidad de crear un equipo ministerial que otorgara estabilidad ante un Congreso receloso de sus prerrogativas y que sospechaba de sus reales intenciones[4].

El enfrentamiento entre el Presidente y el Congreso terminó por hacerse irreconciliable y el desenlace fue un enfrentamiento armado, la Guerra Civil de 1891, respecto de la forma como se debía ejercer el poder, que enfrentó a la elite política del país[5]. Este se planteó en la forma de un conflicto constitucional. La resistencia del Presidente de acatar a la mayoría opositora en el Congreso llevó a este cuerpo a negar la aprobación del presupuesto para el año 1891 presentado por el Ejecutivo. El Presidente no dio su brazo a torcer, y en enero de ese año declaró que, ante la actitud del Congreso dictaría un decreto para que el presupuesto de 1890 fuese aplicado el año entrante. El Presidente había anticipado la posibilidad de un enfrentamiento armado y se había asegurado la lealtad de la oficialidad superior del Ejército. En cambio, no contaba con el mismo apoyo en la Marina, que se plegó a la causa del Congreso, que declaró depuesto al Mandatario. La escuadra partió rumbo al norte, donde las fuerzas del Congreso, autoproclamadas constitucionales, tomaron el control de las provincias del norte, proveedoras de la riqueza del salitre. Después de varios meses se produjo el desenlace en las batallas de Concón y La Placilla, con la victoria de las fuerzas del Congreso y el suicidio del Presidente en la Embajada de Argentina. El triunfo del Congreso significó consolidar las prácticas políticas que reforzaban el predominio del Congreso, sin que ello requiriera modificación constitucional alguna. Se estableció un régimen parlamentario sin introducir las reformas constitucionales necesarias para el adecuado funcionamiento del sistema.

Vista general de la Oficina Ramírez, hacia 1880.

El parlamentarismo en Chile fue la expresión de un orden oligárquico, una expresión política común a muchos países latinoamericanos en la época. Se desmanteló, en la medida de lo posible, el poder del Ejecutivo para manipular las elecciones sustituyéndose por la compra de votos y las influencias locales. Mientras el presidencialismo facilitaba la incorporación o adscripción de nuevos elementos meritorios a la élite dirigente, el régimen parlamentario hacía esto más difícil, precisamente en un período en que los sectores medios pujaban por una mayor voz política. Durante estos años, los principales actores del quehacer público fueron los partidos políticos, los cuales, sin demasiadas diferencias ideológicas, lograron que durante más de 30 años se impusieran algunas características singulares tanto en el plano político como económico. Respecto del primero, el Poder Legislativo no sólo pasó a predominar sobre el Poder Ejecutivo, sino que más bien a controlarlo, donde los Presidentes que pasaron por La Moneda no tuvieron el peso político de antaño. Entre las prácticas que cortaron la anterior autoridad presidencial, fueron las atribuciones que tuvo el Parlamento que, mediante mayorías efímeras podía derribar gabinetes, lo que se tradujo en frecuentes cambios de ministerio. La posibilidad de retrasar la aprobación de las leyes que aprobaban el presupuesto, el cobro de las contribuciones y otras relativas a las Fuerzas Armadas que requerían de aprobación periódica, eran las armas para controlar al Ejecutivo. A ello se agregaba la inexistencia de un mecanismo de clausura del debate, extendiéndose éstos más de lo necesario y logrando que ciertas leyes no se aprobasen. Con ello se anuló la iniciativa ministerial, creció la falta de planificación a largo plazo y, como resultado, existió gran discontinuidad en los asuntos gubernamentales[6].

Desde la caída de Balmaceda hasta diciembre de 1924 se sucedieron más de 90 ministros de Hacienda, de los cuales sólo seis sirvieron por un año o más en uno o más períodos y sólo uno, Alberto Edwards Argandoña, lo hizo de continuo de entre septiembre de 1914 y diciembre de 1915. La rotativa ministerial impedía la consecución de políticas a largo plazo, especialmente aquellas que requerían de acción legislativa, a no ser que contaran con el consenso de los sectores dirigentes. Sin embargo, lo anterior no entorpecía mayormente la marcha de los servicios dirigidos por los subsecretarios, que no estaban expuestos a esta lógica.

Respecto del plano económico, este período se destacó principalmente por la contraposición de dos tendencias. El liberalismo económico continuó siendo predominante entre las elites gobernantes durante estos años, y en este sentido la economía chilena se mantuvo abierta al mundo en cuanto al comercio, las facilidades otorgadas para las inversiones extranjeras y la contratación de empréstitos. Por otra parte, desde las últimas décadas del siglo XIX se va haciendo presente tanto entre las elites gobernantes como en círculos empresariales y académicos, un cierto nacionalismo económico y un clamor por una mayor intervención del Estado en la economía y en la sociedad. Esta tendencia nacionalista y estatista se fue intensificando luego de la Primera Guerra Mundial ante las repercusiones en Chile de los trastornos creados por el conflicto europeo y el ejemplo de los países del Viejo Continente que servían de modelo a las élites locales[7].

Este incipiente pero cada vez mayor rol que fue cumpliendo el Estado durante este período, se expresó, por ejemplo, en un mayor crecimiento del gasto fiscal tanto en el aparato público como en el campo de la educación. Así, de los 3.000 funcionarios que existían en 1880 habían aumentado a 27.000 mil para 1919. Y al mismo tiempo, de los 150 mil alumnos y 1300 establecimientos educacionales existentes en el país en 1895, se llegó a 500 mil estudiantes y 3500 establecimientos, con un correspondiente incremento en el profesorado.

2  ·  Los ingresos fiscales y el salitre hasta 1913

La posesión de las provincias de Tarapacá y Antofagasta, puso en manos del Estado una fuente de ingresos mucho más importante de lo que alguna vez lo representó la plata o el cobre. Las entradas fiscales aumentaron sustancialmente y cambió la composición de los ingresos. Por otra parte, la afluencia de divisas por concepto de la exportación de salitre aumentó la capacidad de importar del país y las recaudaciones por derechos de internación. Por todo ello, la política salitrera se convirtió en un asunto clave y permanente para el gobierno, y específicamente para el Ministerio de Hacienda que estaba a cargo de la recaudación del impuesto de exportación del salitre y, en menor medida, del yodo.

En el Perú donde se producía la mayor parte del salitre, el gobierno había buscado aprovechar esta riqueza imponiendo un estanco y luego un monopolio de su explotación a beneficio fiscal cuyo funcionamiento había dejado bastante que desear. Por una parte, el Estado no tenía con qué pagar a los productores el valor de las plantas productoras u oficinas expropiadas. Había emitido unos certificados por el valor de las mismas, los cuales debían ser rescatados con el producto de un empréstito que no se pudo conseguir, por haber entrado en cesación de pagos. Por la otra, tampoco tenía la capacidad para hacer producir las oficinas, muchas de las cuales fueron dadas en arriendo a sus antiguos propietarios. Para los salitreros quedaba la posibilidad de seguir produciendo mediando el pago de un impuesto de exportación al fisco.

Enrique Mac-Iver, imagen de Spencer y Cia.

La comisión encargada de estudiar el asunto, descartó la idea de un monopolio estatal, que vulneraba los principios económicos liberales, y que exigía compensar a los tenedores de certificados emitidos por el Perú, para lo cual no se contaba con el dinero. En cambio resolvió establecer un impuesto a la exportación del salitre como el gravamen “más justo y que menos hería el poder productivo y mejor consultaba el interés nacional”[8]. Así, este gravamen hacía recaer el peso en los consumidores extranjeros y no en los chilenos, lo que hubiese sucedido si es que aplicaba el cobro de una patente o impuesto a las utilidades.

Este impuesto, fijado en 1880, era de $ 1.60 por quintal métrico de 100 kilos. El valor de la moneda era entonces de 38 peniques (en adelante d.) por peso. El arancel aduanero de 1897 elevó estos derechos a  $ 3,38  por quintal, teniendo en cuenta que el peso valía entonces 18d[9]. Esta tarifa, calculada en moneda de oro, se mantuvo hasta fines de la década de 1920. Por su parte, el yodo, subproducto obtenido en la lixiviación del caliche, pagaba derechos de exportación de $ 1,27 oro 18d por kilo desde 1897[10].

Oficina Primitiva, una sección de las acendraderas, 1880.

La importancia de estos números, se puede reflejar en las palabras del abogado y parlamentario radical Enrique Mac-Iver, ministro de Hacienda del Presidente Jorge Montt, quien afirmaba que el salitre era la base principal del comercio exterior chileno, a él estaba vinculado el desarrollo económico y la prosperidad nacional por medio de distintas actividades económicas y representaba la fuente más “copiosa” de las rentas públicas[11]. Para este período, los derechos de exportación sobre ambos minerales representaban alrededor de un tercio del precio de venta, estimándose que los dos tercios restantes se dividían en partes iguales entre la ganancia de los productores, la amortización del capital y los costos de producción. Así, el fisco chileno se terminó apropiando de aproximadamente la mitad de los excedentes generados en la actividad salitrera[12].

Se ha criticado que la decisión de dejar el salitre en manos privadas significó que el control de la industria pasara a manos de capitalistas británicos. Sin embargo es necesario tener presente que esta situación cambió a poco andar. Tras la Guerra del Pacífico, la propiedad de las salitreras estaba dividida en partes más o menos iguales entre chilenos, ingleses y alemanes. En la década de 1890 aumentaron los intereses británicos, que pasaron a tener casi el 60% de la producción del salitre a expensas de los propietarios chilenos. La razón principal de ese aumento obedece a que la industria necesitaba altas inversiones de capital que se obtenían organizando las compañías como sociedades anónimas británicas cuyas acciones eran colocadas en la bolsa de Londres. Sin embargo, desde comienzos del siglo XX el aumento del impuesto a la renta en Gran Bretaña hizo que dejara de ser atractiva esta fórmula, siendo más conveniente organizar compañías chilenas. Así, la proporción de empresas chilenas aumentó del 14% al 37% entre 1901 y 1912, y en la década siguiente llegó a ser casi el 68%, mientras las inglesas disminuyeron al 23%[13].

Un segundo reparo a la crítica por la desnacionalización de la industria es que, no obstante la presencia extranjera, el Estado chileno mantuvo una constante supervisión sobre la misma. Como señalara el ministro de Hacienda Enrique Mac-Iver, al referirse a la entrega de las salitreras a particulares:

“Se comprende que una industria tan fuertemente relacionada con la riqueza general y con las rentas públicas, de tan capital influencia en los cambios internacionales y cuyo régimen de amplia libertad puede ser perturbado, no debe dejarse sometida en su existencia y desarrollo a la avidez e imprevisión de unos pocos con daño manifiesto de muchos y de la nación misma.

El productor de salitres, como cualquier otro industrial, está en su derecho defendiéndose contra crisis probables o pérdidas en sus negocios, por los medios que le parezcan más eficientes y convenientes; pero no puede emplear aquellos que si bien conducen al fin que persigue, causan en cambio perjuicios muy graves a la generalidad y a la República”.[14]

El impuesto a la exportación tenía la desventaja de desalinear los intereses del Estado con el de los productores. Mientras el primero estaba interesado en maximizar las exportaciones, los segundos se interesaban en obtener el mejor precio posible, lo que implicaba restringir la oferta. Para ello, los productores organizaron las llamadas “combinaciones salitreras”, destinadas a fijar cuotas de producción, lo que si bien lograba hacer subir los precios tenía el efecto indeseado de favorecer la producción de sustancias nitrogenadas competitivas que afianzan su posición en el mercado a expensas del salitre chileno. Las tres primeras, en los períodos 1884-1885, 1891-1893, y 1896-1897, generaron fuertes reacciones en las autoridades chilenas, que si bien reconocían la importancia del capital extranjero, denunciaron estas maniobras.

Un cambio de actitud en el gobierno, favorable a la estabilidad de la industria, permitió organizar nuevas combinaciones en 1901-1904 y 1905 y 1907. Estos arreglos, sin embargo, llevaban la semilla de su propia destrucción en cuanto los mejores precios favorecían la puesta en marcha de nuevas oficinas con menores costos, a la par que el Estado, interesado en aumentar sus ingresos, ponía a la venta terrenos salitrales de su dominio[15]. Resultaba más efectivo promover el uso del salitre entre los agricultores de Europa y otros países, de manera de aumentar el consumo. Para ello se creó un comité en Londres, que, a partir de 1894 tomó el nombre de Asociación Salitrera de Propaganda, financiado con un cobro adicional a las exportaciones y complementado con algunas ayudas del Estado[16].

Gráfico 2.1

Salitre y yodo, exportaciones e impuesto a la exportación 1880-1929[17].

El alto impuesto a las exportaciones de nitratos se tradujo en significativas entradas fiscales: si hacia 1880 los impuestos pagados por las empresas salitreras representaban alrededor del 5% de las rentas ordinarias, estas cifras aumentaron a casi 50% hacia 1890 y se mantuvo así hasta por lo menos 1918, donde comenzó a disminuir[18]. El siguiente gráfico muestra el impacto de los derechos de exportación de salitre y yodo, sobre el total de los ingresos tributarios, teniendo en vista que el impuesto a la exportación de los demás productos mineros no tuvieron mayor incidencia y dejaron de cobrarse a partir de diciembre de 1897[19].

Gráfico 2.2

Impuestos a productos mineros y total de ingresos tributarios 1880-1925.

En millones de pesos de 1996.

Fuente: J. Díaz, R. Lüders, R. y  G. Wagner, La República en Cifras, 2010. EH Clio Lab-Iniciativa Científica Milenio. URL: http://www.economia.puc.cl/cliolab.

El impacto resulta aún mayor si tomamos el conjunto de los derechos de Aduana agregando los impuestos de internación facilitados por la disponibilidad de divisas, lo que Díaz, Lüders y Wagner clasifican como tributos indirectos externos.

Los derechos de internación han sido fuente tradicional de recursos para el Estado. Las mercaderías extranjeras habían sido gravadas en 1874 con una tasa general de 25% de su valor, la cual fue recargada en un 10% en 1877 y aumentada al año siguiente en forma temporal, una situación que perduró hasta 1885.

Gráfico 2.3

Impuesto a exportación de productos mineros, derechos de internación y total de ingresos  1880-1925.

En millones de pesos de 1996.

Fuente: J. Díaz, R. Lüders, R. y  G. Wagner, La República en Cifras, 2010. EH Clio Lab-Iniciativa Científica Milenio. URL: http://www.economia.puc.cl/cliolab.

Benjamín Dávila. Presidente de la SOFOFA (1895-1898).

A raíz de la disminución de los ingresos fiscales en los años anteriores, en 1894 el Gobierno presentó al Congreso un proyecto de reforma del arancel aduanero, planteando la necesidad de adecuarlo a las circunstancias presentes, suprimir la liberación total de derechos para ciertos productos y brindar una mayor protección a la industria nacional frente a las manufacturas importadas conforme lo venía reclamando la Sociedad de Fomento Fabril. El resultado fue el arancel aprobado en 1897 que elevaba la tasa de algunos productos al 35 y al 60%, a la vez que rebajaba la internación de maquinarias y de algunas materias primas. Así, por ejemplo, productos de la industria papelera, cueros y vestuario quedaban gravados con la tasa más alta, los tejidos pagaban 35%, —luego aumentado al 60%—, mientras que el cemento, la estearina y el cáñamo pagaban 15% y el hierro y acero el 5%. En el caso del azúcar, se estableció un distingo en 1893 entre la azúcar cruda que pagaba un arancel reducido y la refinada gravada con un impuesto mayor, con el fin de proteger a la industria nacional[20]. Estas mayores tasas, incrementadas en los años siguientes, compensaban con creces las rebajas para favorecer a la industria nacional, como se aprecia en el gráfico 2.3.

La riqueza salitrera cambió radicalmente la estructura de los ingresos, facilitando su cobro; usando las palabras del ministro de Hacienda en 1894, Carlos Riesco Errázuriz, abogado y gerente de banco, “la simplicidad en el sistema de contribuciones ha llegado a su última expresión”[21]. Era mucho más fácil cobrar impuestos al comercio exterior que organizar la recaudación de los impuestos internos. Como advertía en su momento Carlos Humud, los ingresos aduaneros habían constituido, desde la Independencia, la parte principal de las entradas fiscales, si bien la mayor proporción provenía de la internación de mercaderías; ahora los derechos de exportación pasaron a cobrar primacía, mientras el conjunto de ambos aumentaba su incidencia sobre la recaudación total[22].

Dicho estado de cosas permitió suprimir diversos impuestos como la alcabala, el impuesto sobre las herencias y donaciones, los impuestos a la exportación de otros minerales, así como el décimo adicional en los derechos de importación y el de derecho de faro y tonelaje y los cobros de peajes y pontazgo[23]. En el caso del estanco del tabaco, derogado en 1882, su eliminación largamente anhelada también fue posible gracias a los ingresos del salitre[24]. Por otra parte, y como consecuencia de la guerra civil de 1891, se traspasaron a las municipalidades los impuestos que gravaban los haberes mobiliarios, las herencias y donaciones, las patentes comerciales y profesionales y el impuesto agrícola[25]. Subsistieron algunos gravámenes como los impuestos al papel sellado y estampillas y otros de menor cuantía[26].

El dinamismo de la industria del salitre movilizaba a toda la economía. En las palabras del abogado y agricultor Ricardo Cruzat Hurtado, ministro de Hacienda del Presidente Germán Riesco: “La industria salitrera contribuye hoy con 76,4% a nuestra exportación de productos, consume cerca de 30.000.000 de pesos en frutos y mercaderías de origen nacional y proporciona al Fisco 48.500.000 pesos por impuesto directo y no menos de 10.000.000 indirectamente por las internaciones que ella alimenta”[27].

De ahí la temprana preocupación del Estado por resguardar sus intereses frente a esta riqueza. Ya en 1883 funcionaba en Tarapacá una Inspección General de Salitreras para vigilar los terrenos y oficinas fiscales, la que en 1886 pasó a depender del Ministerio de Hacienda. Esta fue sustituida por la Delegación Fiscal de Salitreras, creada por Decreto Supremo el 1 de abril de 1889. Este organismo, que quedó a cargo del ingeniero Alejandro Bertrand, tenía por misión atender los asuntos y vigilancia de las oficinas y terrenos salitreros de propiedad fiscal; atender todo lo relacionado con la defensa ante los tribunales de justicia de las causas que tuviesen interés del fisco; realizar levantamientos de los planos de las salitreras, revisar los deslindes de las propiedades fiscales y particulares, reconocimiento de los terrenos salitreros aún no explorados; estudiar todo lo relacionado con el desarrollo de la industria y, en especial, proponer las medidas necesarias para el fomento del consumo de salitre en el mundo y en Chile[28].

3  ·  El gasto público hasta 1913 y la necesidad de nuevos impuestos

Pese a los mayores ingresos ordinarios generados por la riqueza de salitre, los gastos aumentaron en una proporción mayor, generando permanentes e importantes déficit, como se aprecia en el siguiente gráfico:

Gráfico 2.4

Balance fiscal 1880-1913.

(% del PIB).

Fuente: J. Díaz, R. Lüders, R. y  G. Wagner, La República en Cifras, 2010. EH Clio Lab-Iniciativa Científica Milenio. URL: http://www.economia.puc.cl/cliolab. Juan  Braun y otros, Economía chilena 1810-1995: Estadísticas históricas. Documento de trabajo Nº 187, Santiago, 2000,pp. 76-78.

Vista de Valparaíso, muelle antigüo, hacia 1880.

Este desequilibrio se pudo mantener en el tiempo, gracias al flujo de ingresos extraordinarios, producto de remates de oficinas y terrenos salitreros, de emisión de papel moneda, de vales de tesorería y, no menos importante, de empréstitos contratados en el extranjero, a los que nos referiremos más adelante[29].

El gasto fiscal fue aumentando algo más rápido que el crecimiento del país, como se aprecia en el cuadro siguiente:

Cuadro 2.1

Gasto fiscal como proporción del Producto Interno Bruto Por quinquenios 1800-1914.

Quinquenios PIB $ Millones 1996 Gasto fiscal $ millones 1996 Porcentaje sobre el PIB
1880 - 1884 4.874.720 466.605 9,57
1885 - 1889 5.288.483 544.788 10,30
1890 - 1894 6.257.467 615.916 9,84
1895 - 1899 7.126.089 798.402 11,20
1900-1904 7.697.407 866.491 11,26
1905-1909 9.263.339 1.077.150 11,63
1910-1914 11.091.786 1.311.225 11,82

Fuente: J. Díaz, R. Lüders, R. y  G. Wagner, La República en Cifras, 2010. EH Clio Lab-Iniciativa Científica Milenio. URL: http://www.economia.puc.cl/cliolab.

Los mayores presupuestos de gastos, fueron asignados a las secretarías de Interior, Instrucción Pública, Guerra y Marina e Industria y Obras Públicas[30].

A causa de la crisis económica que comenzó a golpear al país desde la primera mitad de 1890, se planteó una discusión en torno a la necesidad de contar con nuevas entradas fiscales, una preocupación encabezada por los ministros de Hacienda. Comenzó a ser cada vez más imperioso para el fisco el poder contar con nuevas fuentes de ingresos o aumentar la recaudación de las existentes, como era el caso de los derechos de internación, teniendo en vista que se dependía mucho de los mercados mundiales para la venta de salitre en circunstancias que se requerían de flujos regulares de ingresos para el sostenimiento de los servicios públicos.

Ramón Santelices.

Esta inquietud aparece por primera vez en las Memorias de Hacienda en el año 1892, cuando el ministro de ese entonces, Enrique Mac Iver, comenzó a analizar el sistema tributario chileno. Observaba que, en lo fundamental, la tributación interna del país era baja, puesto que los derechos sobre el salitre y yodo los pagaba el consumidor extranjero; lo que entraba por los servicios de correos y telégrafos y de ferrocarriles no eran propiamente impuestos sino ingresos por el pago de esos servicios que utilizaban los industriales, los comerciantes y los habitantes de Chile en general. Por otra parte, afirmaba que Chile era uno de los países que pagaban menos impuestos verdaderos, y si bien era beneficioso aquello, estimaba que era preferible la existencia de contribuciones públicas moderadas para ser invertidas en obras y servicios que “…aumenten las seguridades de la vida y de la propiedad de los habitantes, desarrollen su estado moral e intelectual y fomenten la riqueza”[31].

Dos años más tarde, el ministro de ramo, Manuel Salustio Fernández, sucesor de Carlos Riesco y también gerente de banco, volvió a hacer presente esta inquietud. Observaba que las contribuciones fiscales que pagaban los habitantes chilenos eran los derechos de internación, almacenaje, papel sellado y estampillas, que representaban el 26,7%. El resto se componía de derechos sobre salitre y yodo (51%), y ferrocarriles, correos y telégrafos, (22,3%). Reiteraba la afirmación que Chile era uno de los países que pagaban menos impuestos internos por habitantes, casi la mitad de lo que se pagaba en Francia, y que era necesario crear nuevos impuestos nacionales o municipales, o aumentar el monto de las existentes, como restablecer las contribuciones sobre las herencias, para así realizar mejoras a nivel material, moral y de la salud[32].

Esta situación fiscal se complicaba en cuanto las municipalidades no lograban cubrir con sus propios recursos los servicios que les eran encomendados, pese a los traspasos de recursos fiscales y fuentes de ingreso, generando al tesoro público “…constantes sangrías para salvar los apuros financieros de la administración municipal”[33]. Por otro lado, el gasto fiscal durante esta década siguió siendo muy alto, pese a la crisis económica. Como observa Gonzalo Vial, durante la década el Estado gastaba más de lo que tenía: alrededor de un 42% del presupuesto en el año 1892 estaba destinado a obras públicas, los servicios de ferrocarriles, puertos y telégrafos, lo que obligaban a pedir préstamos en el extranjero. A ello se agrega los gastos militares y navales a raíz de las tensiones limítrofes con Argentina[34].

Más aun, como observaba Ramón Santelices, varias veces ministro de Hacienda y autor de importantes libros sobre la banca chilena, el excesivo gasto fiscal aumentaba, innecesariamente, con la ampliación de la administración pública, estimando que ese gasto podría haberse efectuado en obras de más “…aliento que produjeran verdadero alivio a la agricultura, a la minería y a la industria fabril”. En cambio, “…las rentas fiscales se invierten en su totalidad en mantener un cuerpo de empleados verdaderamente exagerado, enervando así las energías de los chilenos que, en lugar de mantenerse en la ociosidad y pobreza de los empleos públicos, deberían dedicarse al trabajo libre que moraliza y concede una envidiable independencia”[35].

Enrique A. Rodríguez.

En estas circunstancias el gobierno se propuso buscar maneras de aumentar los ingresos fiscales mediante un incremento al impuesto de exportación sobre el salitre[36]. Asimismo, se proponían algunas reformas al sistema tributario, como por ejemplo la creación de nuevos impuestos “sobre vicios y consumos innecesarios y nocivos, como el tabaco y el alcohol”. Respecto del primero, el ministro de Hacienda lamentaba que no se pudiese implementar esta medida debido al tratado de comercio con Brasil donde se estipulaba la liberación de derechos al tabaco proveniente de ese país. En cambio establecer un impuesto a los alcoholes y el aguardiente se lo veía como posible y necesario, para lo cual el Gobierno abrió durante ese año un concurso para premiar los mejores proyectos de ley sobre esa materia[37]. Por tanto, el conjunto de medidas propuestas por el Ejecutivo para intentar paliar la situación económica del país fueron: a) mejorar el servicio aduanero; b) suprimir la liberación de derechos aduaneros; c) establecer una activa propaganda para aumentar el consumo de salitre en el mundo; d) fomentar la exportación de guano; e) establecer un impuesto sobre los alcoholes y el aguardiente, o por lo menos su estanco, y f) crear otros impuestos, como, por ejemplo, el que deberían pagar las compañías de seguros extranjeras para que quedaran en igualdad de condiciones con las nacionales[38].

Algunas de estas medidas fueron implementadas en los años siguientes. Ya vimos la reforma de las tarifas aduaneras promulgada en 1897. En enero de 1902 se estableció un impuesto sobre la producción de alcoholes destilados que buscaba, en palabras del ministro de Hacienda, Enrique A. Rodríguez, reprimir el alcoholismo y aumentar las rentas fiscales[39]. El impuesto distinguía entre los alcoholes industriales y los producidos en forma artesanal, gravando con más fuerza a los primeros, lo que significaba una preferencia para los productores de uva de la zona central en detrimento de las destilerías del sur. Por otra parte, como se quejaban los sucesivos ministros de Hacienda la fiscalización de los productores era difícil y la recaudación era de alto costo, aunque los ingresos por este rubro fueron mejorando con el tiempo[40].

Afiche de propaganda del Salitre para Brasil.

La tendencia a crear nuevos impuestos continúo en los años siguientes. En 1905 se estableció un impuesto sobre las compañías de seguros[41]. En 1910 se presentó un proyecto de ley para establecer un impuesto a la cerveza, bajo el fundamento que su consumo había venido aumentando desde la vigencia de la Ley de Alcoholes de 1902. Declaraba el ministro del ramo que “los mismos fines de moralidad pública y de salubridad que se tuvieron presentes para dictar la Ley de Impuesto sobre Alcoholes, existen para gravar la producción de la cerveza, con lo cual se conseguiría no sólo impedir el desarrollo de la ebriedad y sus funestas consecuencias con la disminución del consumo de esta bebida, sino también obtener para el erario una nueva fuente de entradas”[42]. En marzo de 1911 se aprobó una ley que creó un impuesto a la producción de cerveza y la fabricación de vino artificial. La Ley Nº 2.621 de 30 de enero de 1912 estableció un impuesto a los bancos comerciales equivalente al 2 por mil de los depósitos recibidos, y mediante la Ley Nº 2.761 de 29 de enero de 1913 se aprobó un gravamen sobre la venta de tabaco[43]. Este gravamen había estado desde hacía varios años en la mente de algunos ministros de Hacienda, como era el caso de Enrique Salvador Sanfuentes, que aspiraban recuperar los ingresos del fenecido estanco del tabaco y ya al año siguiente se buscaba aumentar el gravamen. Por lo tanto, después de tantos años, en enero de 1913 se estableció un impuesto fijo al tabaco, que desde 1914 se buscó modificar para imponer el impuesto sobre la venta de ese producto y a su producción en las plantaciones de tabaco, y así recaudar mayores entradas para el fisco[44].

Enrique Salvador Sanfuentes.

4 · La reorganización de los ministerios de 1887 y la estructura de la Secretaría de Hacienda

El crecimiento de los ingresos del Estado, no sólo se tradujo en un mayor gasto fiscal sino también un aumento en la carga de trabajo de la administración pública, la que fue creciendo a través del tiempo[45].

Fue en este contexto que se llevó a cabo una reforma de la administración pública cuya pieza fundamental fue la Ley de Reorganización de los Ministerios. Esta era una preocupación que venía expresándose en diversos círculos sociales y políticos durante la segunda mitad de la década de 1880. El primer ministro de Hacienda de Balmaceda, Hermógenes Pérez de Arce, señalaba, en ese entonces, que su cartera necesitaba cambios para poder llevar a cabo las reformas del ramo realizadas en 1875 y poder dar solución eficiente a los problemas que afectaban “a la riqueza pública, a los intereses fiscales o a muy graves intereses particulares”. Una parte del problema eran los bajos sueldos de los funcionarios que no habían sido reajustados desde 1853, lo que hacía difícil conseguir personal idóneo, y en 1884 un grupo de oficiales había recurrido al ministro de entonces para pedirle que tomara medidas al respecto[46].

Hermógenes Pérez de Arce.

Una primera medida, que revestía cierta urgencia a raíz de la anexión de los nuevos territorios y la organización del cobro de los derechos de exportación, fue fijar la planta del personal de Aduanas, la forma cómo serían nombrados los empleados y las fianzas que debían rendir[47].

La idea de reformar los ministerios y la administración pública se tradujo en un proyecto de ley presentado por el Presidente Balmaceda en 1886. Un argumento central del Ejecutivo era que, en algunas carteras, existía un recargo de trabajo debido al “…desarrollo de las obras públicas y las necesidades progresivas de la industria…”[48]. La Ley de Reorganización de Ministerios, aprobada el 21 de junio de 1887, resolvía este problema mediante la creación de una nueva secretaría de Estado, la de Fomento y Obras Públicas, que estaría a cargo principalmente de las obras públicas, el desarrollo de la industria y la colonización. Se aliviaba la carga del Ministerio del Interior, del cual habían dependido las obras públicas, y lo mismo sucedía, en menor medida, con las secretarías de Guerra y Marina y de Hacienda. La nueva ley contempló también la creación de la figura del subsecretario, sucesor de los oficiales mayores, que debían estar en posesión de un título profesional y que tendrían la responsabilidad del servicio interno. Un título especial de la ley, fijaba los sueldos de los funcionarios de cada ministerio, los que iban desde 10 mil pesos anuales para el ministro y 5 mil para el subsecretario, hasta 300 y 360 pesos para los porteros y 240 pesos para los mensajeros de a pie[49].

Puerto de Valparaíso, hacia 1880.

Respecto del Ministerio de Hacienda, las nuevas funciones que le correspondieron fueron: 1) la administración de las rentas públicas y el cuidado de su recaudación e inversión; 2) la vigilancia e inspección de todas las oficinas encargadas de la recaudación, inversión, administración, contabilidad y fiscalización de las rentas del Estado; 3) lo relativo a las Casas de Moneda; 4) lo concerniente a los terrenos baldíos y otras propiedades nacionales cuya administración y conservación no estén encomendadas a otro ministerio, así como al inventario de todos los bienes nacionales de cualquier naturaleza; 5) lo relativo a la deuda pública; 6) todo lo concerniente al comercio interior y exterior; 7) la habilitación de puertos y caletas; 8) la formación de las estadísticas de rentas y del comercio; 9) todo lo concerniente a las instituciones del crédito y las sociedades anónimas; 10) y la presentación anual al Congreso de los presupuestos de los gastos generales y las inversiones[50].

Durante este período, el Ministerio de Hacienda estuvo organizado de la siguiente manera. La Secretaria misma estaba conformada por el ministro del ramo, el subsecretario, el encargado de la negociación del guano, un oficial de partes, un archivero, dos oficiales primeros y tres oficiales segundos[51]. La administración de las rentas públicas se realizaba a través de dos secciones: la de Aduanas y la de Rentas.

La primera se ocupaba de todo lo relativo al comercio exterior e interior y la habilitación de puertos y caletas. Su manejo estaba a cargo de la Superintendencia de Aduanas, creada por ley en 1872 con asiento en el puerto de Valparaíso, y encargada de la dirección y vigilancia de las aduanas del país y del cumplimiento de la Ordenanza de Aduana así como de la defensa del fisco en los juicios aduaneros[52].

La segunda atendía todo lo relativo a la administración de los ingresos y gastos, la deuda pública, la administración de los terrenos y demás propiedades fiscales no encargadas a otro departamento, la supervisión de bancos y sociedades anónimas, la administración del personal, y el pago de pensiones. De ésta dependían la Dirección del Tesoro, la Dirección de Contabilidad, el Tribunal de Cuenta y la Casa de Moneda.

La Dirección del Tesoro tenía en sus manos la dirección y vigilancia de la recaudación por las oficinas de su dependencia, de las contribuciones y otras entradas nacionales, así como la conservación y custodia de los fondos recaudados y su distribución en las oficinas según las necesidades del Estado. Actuaba también como depositario de los fondos sobrantes de los bancos y estaba encargada de la compra y venta de letras sobre el extranjero. En cuanto a los pagos en el extranjero, éstos se realizaban a través de la legación de Chile en París, cuyas funciones fueron asignadas en 1904 a la recién creada tesorería fiscal anexa a la legación de Chile en Londres. De la Dirección del Tesoro dependía el Consejo de Defensa Fiscal. Estaba presidido por el propio director del Tesoro e integrado por un cuerpo de seis abogados; le correspondía la defensa del fisco ante los tribunales de justicia en todos los litigios, con excepción de los de Aduana, y mantener el inventario de los bienes nacionales en particular los terrenos salitreros[53]. La importancia de la riqueza salitrera para el Estado llevó a la creación, en 1889, de la Delegación Fiscal de Salitreras, destinada a velar por las propiedades salitreras del fisco y todos los asuntos relativos al salitre. Estaba integrada por un delegado, tres ingenieros, un agente judicial en Pisagua y cinco comisarios para los cantones de Santa Catalina, Negreiros, La Noria, Antofagasta y Taltal.

La Dirección General de Contabilidad, organizada en 1869, era la encargada de llevar la contabilidad de la hacienda pública, preparar el presupuesto de ingresos y gastos y la cuenta general de inversión que el Gobierno presentaba anualmente ante el Congreso. Preparar la recaudación de los impuestos internos y ejercía funciones de interventor de las operaciones de tesorerías y otras oficinas encargadas de administrar los fondos nacionales. Estaba conformada por un director, un subdirector, un secretario y tres jefes de sección[54].

El Tribunal de Cuentas reorganizado en 1888 estaba encargado del examen de las cuentas públicas cuya ratificación estaba a cargo de la Corte de Cuentas, funciones que asumiría más tarde la Contraloría General de la República. Estaba constituido por un presidente, tres ministros, un fiscal, un secretario, y cuatro jefes de sección[55].

Por último, la Casa de Moneda, encargada de la acuñación de monedas, a cargo de un superintendente, actuaba como caja para el depósito de fondos fiscales en metálico y la compra de oro y plata, si bien durante la mayor parte del período hasta 1925 operó un régimen de papel moneda[56].

5 · La política monetaria, entre patrón oro y papel moneda

A raíz de la crisis financiera de mediados de 1878 se aprobó una ley que suspendía la convertibilidad de los billetes de banco en circulación, es decir, que no serían redimibles en moneda de oro o plata, a la vez que éstos serían de curso forzoso, lo que implicaba la recepción obligatoria de los mismos por parte del público. Esta medida de carácter temporal, cambió con el estallido de la Guerra del Pacífico cuya primera fase fue financiada con la emisión de papel moneda por el fisco. La tendencia a la depreciación de la moneda se revirtió a partir de octubre de 1880, por efecto de las exportaciones de salitre, y la mayor prosperidad en los años siguientes hacía que se estimara innecesario volver a la convertibilidad de la moneda[57]. El deterioro del valor de la moneda a partir de 1885 llevó al ministro de Hacienda, Hermógenes Pérez de Arce, a proponer medidas al respecto, las que desembocaron en una ley aprobada en 1887 para reducir los billetes fiscales en circulación y limitar la facultad de emisión de los bancos[58].

Las emisiones realizadas por el gobierno de Balmaceda en 1891 para financiar la Guerra Civil provocaron una reacción en los años siguientes favorable al restablecimiento de la convertibilidad, basada en el establecimiento de un patrón oro, a diferencia del antiguo sistema bimetálico[59].

Las razones fundamentales que distintos ministros de hacienda y otros personeros del gobierno expresaron para comenzar a realizar esa conversión desde 1892, podríamos resumirla en las palabras del ministro Enrique Mac-Iver, cuando afirmaba en su mensaje al Congreso que el papel-moneda había producido en Chile todos los males experimentados en casi todos los países que lo habían empleado. En este sentido, afirmaba que no parecía “…cuerdo, previsor y patriótico dejar languidecer por más tiempo al país bajo un régimen monetario que dificulta el desarrollo de la riqueza, desmoraliza la sociedad, relaja los servicios públicos y crea fuertes intereses particulares, contrarios á los intereses generales de la Nación”[60].

Por impulso de MacIver, se promulgó una Ley de Conversión el 26 de noviembre de 1892, que contemplaba la convertibilidad del papel moneda a razón de 24d por peso ayudado con la contratación de un préstamo por £1.200.000 para sacar en circulación diez millones de pesos de papel. Las medidas preparatorias, unido a la desfavorable coyuntura internacional, dio origen a una difícil situación para la banca y una fuerte contracción en la economía chilena. Esta situación dio origen a nuevos debates en el Congreso entre “oreros”, partidarios del retorno al patrón oro y “papeleros”, que preferían la mantención del papel moneda. Las leyes aprobadas a comienzos de 1895 dispusieron medidas para garantizar los billetes emitidos por los bancos, antes de efectuar la conversión del papel moneda bancario y fiscal a partir de junio de ese año. El rescate de los billetes se haría a razón de 18d por peso, una tasa más cercana al tipo de cambio vigente, que había bordeado los 14 peniques a fines del año anterior, y que representaba una revalorización artificial de la moneda[61].

Monedas chilenas en circulación cerca de 1900.

La puesta en marcha de la conversión de billetes fue aparejada de un retiro masivo de los depósitos de los bancos, producto de una falta de confianza en la convertibilidad, que un aumento en las tasas de interés no logró frenar. Se produjo una aguda contracción del circulante y el gobierno debió auxiliar a más de algún banco para evitar el cierre de sus operaciones. A ello se agregó una caída en las exportaciones de salitre en los años siguientes, con el consiguiente impacto sobre las rentas fiscales, la baja en el precio del cobre y malas cosechas en la agricultura. Por otra parte, la disputa fronteriza con Argentina obligó a destinar parte de los préstamos contratados en el extranjero a fines de defensa. Una corrida sobre los bancos a mediados de 1898, cuando ya se habían acabado las reservas en metálico, obligó al gobierno a suspender la convertibilidad hasta comienzos de 1902, e inyectar 50 millones de pesos de papel en la economía[62]. Hay que tener presente, empero, que la moneda de oro subsistía para efectos contables y los derechos de exportación e importación debía pagarse en moneda de oro o libras esterlinas, lo que protegía al fisco de la depreciación de la moneda.

Guillermo Subercaseaux.

Este triunfo de los “papeleros” coincidió con la reactivación de la economía. El tipo de cambio que había caído a 13d tras la suspensión de la convertibilidad, aumentó a más de 17d a fines del año 1900. El aumento de los precios del salitre, del cobre y del trigo fue aparejado a una baja en las tasas de interés a vez que la depreciación de la moneda, sumada al alza de los aranceles de 1897, protegió a la industria nacional[63].

Visto el prestigio que alcanzaba el papel moneda, la conversión de los billetes que debía efectuarse en 1902 fue postergada sucesivamente. Más aún, a mediados de esa década el Congreso aprobó nuevas emisiones de papel moneda, destinados a atender a las necesidades de la economía, pero que terminaron por generar una inflación, que incubó diversas manifestaciones de malestar social[64]. La evidencia que el papel moneda no generaba una prosperidad permanente produjo un paulatino vuelco en la opinión pública. En 1907, y por iniciativa del entonces ministro de Hacienda, el economista Guillermo Subercaseaux, se había creado una Caja de Emisión facultada para emitir billetes a cambio de depósitos en oro a razón de 18d por peso. El mecanismo había resultado inoperante en cuanto el cambio estaba muy por debajo de ese nivel. Sin embargo, una reforma en 1912 la autorizó para emitir billetes contra depósitos a razón de 12d por peso, haciendo factible su funcionamiento y dando mayor elasticidad al circulante[65].

Estación de Talca, vista de locomotoras y ramal.

6 · El aumento de la deuda externa

Un segundo aspecto que atravesó el período que hemos estado analizando fue el creciente endeudamiento externo. Si bien el salitre permitía que el fisco obtuviese ingentes recursos por concepto de exportación como de importación, también hemos señalado que los impuestos internos eran bajos, lo que implicó que a partir de los altos gastos del Estado en obras públicas, incremento de la burocracia estatal y la carrera armamentista, existiesen constantes déficit fiscales. Bajo esa lógica es que las entradas ordinarias tuvieron que ser complementadas por entradas extraordinarias, principalmente provenientes de empréstitos extranjeros.

Ya el ministro Hermógenes Pérez de Arce, en 1896, con un cierto ánimo de lamento, señalaba cómo desde que se creó el Ministerio de Obras Públicas el presupuesto había aumentado de 8 a 29 millones, y sin que hubiese aumentado proporcionalmente la riqueza del país[66]. Hasta 1899, la deuda pública ascendía a 17.571 libras esterlinas o 234.289 pesos a través de 11 empréstitos contratados desde 1885. Muchos de ellos tuvieron como finalidad costear obras públicas, como por ejemplo los contratados en 1889 —construcción de ferrocarriles-, el de 1886 –para la construcción de diversas obras públicas— y el 1886 —para el ferrocarril de Coquimbo[67]— entre otros. Y consciente del alto gasto que tenía que incurrir el Estado en el pago de la deuda y sus intereses, es que el ministro Manuel Salinas llamaba al Congreso a actuar con mayor prudencia y no seguir endeudándose debido a que las rentas del salitre no iban a durar para siempre[68].

No obstante la intención del ministro, los gastos para diferentes asuntos, principalmente obras públicas, no disminuyeron, como consignan los distintos ministros del ramo en las Memorias del Ministerio de Hacienda. Es más, lo que constantemente se expresó fue una suerte de preocupación por el alto gasto fiscal y déficit que incurría el Estado como producto de las obras públicas financiadas con entradas extraordinarias[69], aumentando ésta, entre 1906 y 1910, en un 20%, respecto del endeudamiento interno, y un 19% en el externo[70]. Y entre estas obras fueron importantes todas las construcciones marítimas como muelles, malecones y puertos. Así, por ejemplo, hacia 1910 se autorizó la construcción de las obras definitivas para los puertos de Valparaíso y San Antonio, así como un plan de mejoramiento para los puertos de Antofagasta, Constitución, Tomé y Talcahuano, siendo financiados todo ellos por medio de un empréstito extranjero[71].

Un último tema donde el Ministerio de Hacienda tuvo un lugar destacado fue en los ingresos y egresos que le proporcionó los servicios de Ferrocarriles del Estado (FF.CC.). Si bien la historia de los ferrocarriles tuvo desde muy temprano como protagonistas a las empresas privadas, también es posible afirmar, a diferencia de los demás países latinoamericanos, que el Estado chileno apostó desde muy temprano a ser protagonista en ese medio de transporte, llegando incluso a superar a la red privada desde la segunda década del s.XX[72].

Manuel Salinas.

La empresa de FF.CC., que se creó en enero de 1884, tuvo como objetivo prioritario del Gobierno convertirla en una herramienta donde se alcanzaran objetivos políticos, económicos y sociales, lo que conllevó que, a largo plazo, no hubiese retornos importantes sobre el capital invertido[73].

Múltiples fueron las razones de por qué el Estado chileno adquirió acciones de empresas ferroviarias o ferrocarriles completos, así como construyó de líneas férreas a través de todo el país. En algunos casos, la estatización de ciertos ferrocarriles ocurrió para evitar su cierre o por razones de ideología política. En otros, porque la empresa privada encontraba que ya no eran rentables a nivel comercial, mientras que para el Estado sí lo eran en el sentido social o económico, o se mantenía en funcionamiento por parte del Estado porque cumplía alguna actividad social como entregar acceso a comunidades aisladas. Y, por último, el Estado también se hacía cargo de un ferrocarril porque su servicio hacía imposible para los privados seguir cobrando elevadas tarifas, mientras que el Estado estaba dispuesto a cobrar tarifas más bajas[74].

Otros motivos más generales, fueron porque tras las conquistas de las regiones salitreras, lejos de la capital, los Gobiernos promovieron la construcción de ferrocarriles como una medida estratégica tanto a nivel militar, político como económico. Mientras que hacia el sur, las principales razones fueron por motivos político-sociales y económicos[75]. Por consiguiente, desde estas razones expuestas es que los distintos Gobiernos, desde Santa María en adelante, tuvieron como meta crear un entramado ferroviario que conectara al país por medio de la construcción de una red norte y una red sur.

Gráfico de la deuda esterior de Chile, contratada desde la independencia hasta 1899.
Fuente: Dirección General de Contabilidad, Santiago: Lit. Alemana, 1900. 21 p.

Hacia 1913, el Estado había construido 5.009 km, mientras que el sector privado, 3.061[76]. Estas cifras se incrementaron en el tiempo, reflejando el interés de los distintos Gobiernos por unir Chile. Y es que como expresara el ministro de Hacienda Enrique A. Rodríguez, en 1908, la construcción y mejoramiento de los ferrocarriles del Estado habían sido una preocupación constante por parte del ministerio, debido a que pocos “…servicios públicos merecen mayor atención por parte del Estado, dada la influencia que la Red de nuestros ferrocarriles tienen en el desarrollo de la agricultura, la industria y el comercio que en la zona central son las fuentes principales de la prosperidad pública”[77].

Primera estación del Ferrocarril del Sur, 1860.

Sin embargo, todo este impulso estatal por conectar al país por medio del ferrocarril, implicó importantes costos. En primer lugar, como se ha señalado, gran parte de la red ferroviaria fue financiada a través de un permanente endeudamiento público tanto interno como externo[78]. En segundo lugar, como señala Gonzalo Vial, se creó un “gran monstruo estatal de ferrocarriles” que terminó politizándose, conllevando gastos cuantiosos injustificados, tales como abundancia de oficinas, corrupción y el pago de favores políticos pagados con empleos estatales[79]. Todo ello se tradujo, en tercer lugar, en una crisis ferroviaria con importantes costos económicos para el Estado. Como se ha señalado, las razones que llevaron al Estado a construir, mantener y adquirir ciertos ferrocarriles o tramos, junto a esa corrupción y politización, se tradujeron en que en vez de crear un sistema eficiente y bien administrado, se estableciera una empresa que desde 1895 en adelante tuviese importantes problemas económicos, debido que los gastos superaron a las utilidades.

En este sentido, una de las razones fundamentales de estas rentas negativas de FF.CC., fue que por razones políticas durante casi 22 años, es decir hasta 1907, las tarifas cobradas, tanto de pasajeros como de carga, se mantuvieron intactas, mientras que las inversiones y costos aumentaban años tras año[80]. Esto fue lo que llevará al ministro del ramo a exponerle a la Cámara de Diputados, en 1910, que el desequilibrio fiscal provenía principalmente “…de la explotación de los Ferrocarriles del Estado”[81].

Maestranza de San Bernardo.

La urgencia de reformar FF.CC. la llevó adelante el entonces ministro de Hacienda, Manuel Rivas Vicuña, junto al ministro de Industria y Obras Públicas, Enrique Zañartu. Esto lo lograron por medio de un proyecto de ley en 1914, donde el objetivo central fue independizar a la empresa del erario nacional entregándole su administración al nuevo ministerio creado, el Ministerio de Ferrocarriles, para que no se siguiera politizando. Con esta acción se comenzó, en parte, a sanear financieramente a la empresa. El nuevo director general de Ferrocarriles, Alejandro Guzmán, logró mejorar la infraestructura, amplió las estaciones existentes y creó otras, instaló carboneras mecánicas y colocó la primera piedra de la futura Maestranza de San Bernardo[82].

7 · Cambios en las políticas de hacienda durante los gobiernos de Juan Luis Sanfuentes y Arturo Alessandri

Desde fines de 1913 se comenzó a percibir una crisis financiera en el país que fue agravada desde mediados de 1914 por el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Fue una guerra que tuvo profundas implicancias económicas para el país, tanto en el corto como en el mediano plazo. Así, en un comienzo, el que algunos países estuviesen bloqueados, hubiese guerra, o se utilizaran los barcos, puertos y centros de alimentación para fines bélicos, condujo a que el comercio de exportación de salitre y productos agrícolas, así como el de importación, se viesen profundamente afectados. Muchos industriales disminuyeron su producción. Se cerraron varias oficinas salitreras, mientras que otras limitaron considerablemente su producción por el cierre de los mercados europeos, traduciéndose en que disminuyeron ostensiblemente las entradas fiscales.

Enrique Zañartu.

Las exportaciones, principalmente de salitre, fueron de 144 millones de dólares en 1913, mientras que en 1914 cayeron a 109 millones de dólares. Por su parte, las importaciones tuvieron una caída aún más pronunciada. De un nivel de importaciones de 120 millones de dólares en 1913, disminuyó a 98 millones y 55 millones en 1915, lo que por una parte significó un impulso a la sustitución de importaciones por la menor entrada de bienes extranjeros, pero por otra parte significó tanto una mayor inflación por el alza de esos artículos, un 16,3% en 1915, así como menores entradas fiscales por concepto de importación. Por consiguiente, también se vio afectada la recaudación de impuestos, desde un 8,1% del PIB en 1913 a 6,4% en 1914. Y respecto del sector económico que más se vio impactado, sin duda que fue el salitre. Con el cierre de los mercados europeos y sin barcos para transportar el mineral, el salitre se acumuló en los puertos y la producción disminuyó ostensiblemente un 66% entre mediados de 1914 y comienzos de 1915. A su vez, el número de oficinas que se mantuvieron funcionando bajó de 142 a 43, que se tradujo en que 9 mil 182 trabajadores quedaron cesantes[83].

Manuel Rivas Vicuña.

Si bien es cierto que el mercado del salitre comenzó a mejorar durante 1915 y los años siguientes, como se analizará más adelante, en la medida en que su consumo se hacía necesario para la fabricación de explosivos y los países europeos comenzaron a mandar sus barcos a Chile para transportarlo, la situación de “crisis” que había golpeado al país en 1914 volvió a plantear la necesidad de realizar cambios a nivel tributario y arancelario. Era una concientización de parte de los gobiernos y del Ministerio de Hacienda que, como hemos venido analizando, se presentaba en momentos en que se hacía patente el alto grado de vinculación económica y comercial con los mercados internacionales y lo débil que era la situación económica del país. En primer lugar, para atacar la cesantía, el gobierno de Ramón Barros Luco (1910-1915), por medio del Ministerio de Hacienda, llevó a cabo un plan de obras públicas. Asimismo, debido al encarecimiento y falta de bienes alimenticios, se suspendió transitoriamente la exportación de algunos de estos bienes, del ganado y del carbón, y se suspendieron o rebajaron otros derechos de internación sobre alimentos[84]. Y una medida complementaria a ésta, para abaratar el costo de la carne pese a que tuvo importantes efectos en las entradas fiscales, fue la supresión, desde agosto de 1914 hasta fines de 1915, del impuesto de internación para el ganado. Sin embargo, debido a que el precio de la carne no disminuyó, mientras se dejaban de percibir alrededor de $ 500,000 pesos anuales, es que el ministro de Hacienda, Alberto Edwards Argandoña, pedirá al Gobierno que no se vuelva a prorrogar la suspensión del impuesto[85].

Agustín Edwards Ross.

También se reestructuró la política tributaria, buscándose un financiamiento que se apoyara más en los impuestos internos. Y es que como expresó el ex ministro de Hacienda Agustín Edwards Ross, para ese entonces, Chile no tenía “…ningún impuesto interior que valga la pena mencionar”[86]. Por esto es que se estableció un impuesto a la renta, que fue conocido como impuesto adicional sobre haberes, reduciéndose los salarios públicos entre un 5 y un 15%. También hubo impuestos a las donaciones, se restableció el impuesto a la herencia y a las propiedades de tierras[87]. Por último, debido a la reducción en la recaudación del impuesto sobre alcoholes, se buscó reformarlo y aumentarlo para obtener mayores entradas. Y, asimismo, como señalamos, se persiguió una modificación al impuesto al tabaco, gravando el precio de venta, y establecer un impuesto a la cerveza y uno indirecto sobre los vinos[88].

Cantina, cerca de 1920.

Por último, también se vio modificada la estructura arancelaria. Ya en 1914 se envió al Congreso un proyecto para modificar el arancel aduanero, que entró en vigencia en 1916. Lo más fundamental para el erario nacional fue que estas modificaciones incluyeron aumentos de impuestos sobre algunas mercancías específicas, desde un 50 a un 80%, mientras que otros productos importados tuvieron impuestos más elevados, como fue el caso de la mermelada. Estas modificaciones aumentaron el arancel promedio recaudado por concepto de importación y mejoró la posición de la industria nacional. Por otra parte, en relación con los derechos de exportación, se introdujo un gravamen a la exportación de ácido bórico y boratos[89].

Para fines del gobierno de Sanfuentes y antes de que finalizase la guerra en Europa, nuevos impuestos se fueron agregando, persiguiendo aumentar el erario nacional. Entre éstos, encontramos el que gravaba la cerveza, al vino, a la chicha, las barajas, pianos y fonógrafos —que eran los instrumentos utilizados en los restaurantes y cantinas—, la contribución de haberes, y se elevó los impuestos a los timbres, estampillas, papel sellado y alcoholes, y se mandó un proyecto de ley al Congreso para que se impusiera un impuesto a los fósforos, bajo el argumento de que este impuesto estaba presente en casi todo los países del mundo[90].

Federación obrera de Chile: asistentes al Primer Congreso Regional del Salitre, 1915.

Por otra parte, en el largo plazo la guerra también tendría un impacto aún más dramático en la economía nacional por medio, principalmente, del “golpe” que le acertará el salitre sintético al salitre natural chileno. En otras palabras, si bien como hemos señalado Chile antes de la Primera Guerra Mundial era el país con mayor producción y exportación de salitre en el mundo, y que más allá de su caída transitoria durante 1914 y 1915, la industria se recuperó y alcanzó niveles altísimos de producción y exportación entre 1917 y 1919 —debido a la necesidad de salitre para la fabricación de explosivos, como abono para la agricultura y porque EE.UU. se convirtió en el nuevo y principal cliente del salitre chileno—, la guerra hizo posible que el salitre sintético fuese mucho más barato que el salitre natural. El salitre sintético, que había sido perfeccionado por una firma alemana, Haber-Boch, logró expandir su producción para autoabastecer a su país cercado por los países aliados. Por lo que durante los años de guerra, habiéndose mejorado la producción a gran escala del salitre artificial, se logró que fuese más barato, terminando por afectar la competitividad del salitre natural. Una vez que el conflicto bélico llegó a su fin, fue cosa de años, como se analiza en el siguiente capítulo, para que la industria salitrera dejase de ser la protagonista del sistema económico chileno y la principal fuente de recursos para el Estado.

De este breve análisis de lo que fueron los años de guerra para el salitre chileno, que por una parte resultaron los años más prósperos, pero por otra se crearon las condiciones para su “término” en el mediano plazo, es que podemos también plantear otro situación de igual envergadura a través del cobre. Es decir, mientras el salitre se aproximaba a su decadencia, los proyectos relacionados con la minería del cobre comenzaban a dar sus frutos, y, poco a poco, se convertiría en el sustituto del salitre, sólo que más permanente en el tiempo y con mayores dividendos.

Como se vio en el capítulo uno, el cobre en Chile había sido un recurso de vital importancia económica para el país, siendo uno de los sectores desde donde se vinculó en algunos momentos la prosperidad económica. Sin embargo, desde los últimos años de la década de 1870, el cobre entró en un período de larga decadencia, como se aprecia en el gráfico 2.5. Es por esto que, durante el período parlamentario, la industria del cobre en Chile tuvo un desarrollo de dos caras: por una parte vivió sus años de menor producción, pero al mismo tiempo se crearon las bases para que tras la declinación del salitre a fines de la década de 1920, el cobre se encumbrara como el principal recurso natural generador de divisas.

Gráfico 2.5

Producción de cobre. 1880-1925.

Fuente: Juan Braun Matías Braun, Ignacio Briones, José Díaz Rolf Lûders y Gert Wagner, Economía chilena, 1810.1995, Estadísticas Históricas. Documento de Trabajo Nº 187, Santiago, Instituto de Economía P. Universidad Católica de Chile, 2000, pp. 51-52.

El principal problema de la decadencia del cobre por casi más de veinte años fue que, para poder explotar los yacimientos de baja ley, se necesitaban altas inversiones de capital y sistemas modernos de explotación. No sólo carecían de ellas la industria minera chilena, sino que más aún, no existía el real interés de invertir ahí cuando podían tener mejores utilidades y menores riesgos en la industria del salitre[91]. Aún así, existía la esperanza, como lo expresara el ministro Enrique Mac-Iver en 1892, de que esta industria volviera a ser fundamental en el comercio y en la riqueza nacional[92]. Y efectivamente fue así durante el siglo XX, a manos de capitales norteamericanos que, tras la Primera Guerra Mundial, asumían el rol dejado por Gran Bretaña. Pero especialmente fue la figura del empresario William Braden quien, en 1902, adquirió el mineral de El Teniente, cerca de Rancagua, introduciendo tecnología que permitió comenzar a producir cobre desde 1906.

William Braden.

El mismo empresario norteamericano continuó buscando otros yacimientos mineros de cobre, y en 1912 comenzó a trabajar la gran mina de Potrerillos. La necesidad de altos capitales lo llevó a tener como socio a la firma americana Anaconda Copper Mining Co., que pasaría a llamarse Andes Copper Mining Co. De la misma manera que con la mina de El Teniente, las altas inversiones condujeron a que la Anaconda terminara quedándose con Potrerillos. La tercera gran mina de cobre que se abrió en este período fue Chuquicamata, que llegaría a ser la mina a tajo abierto más grande del mundo y la más remuneradora de todas en Chile. Si bien después de altas inversiones comenzó a operar en 1915, al año siguiente ya tenía el mismo ritmo de producción que El Teniente. Al final de la historia de estas propiedades mineras, los Guggenheim terminaron vendiendo El Teniente y Chuquicamata a la Kennecot Copper Company y Potrerillos se quedó en manos de la Anaconda Copper Company[93].

Mineral “El Teniente”, Braden Copper Co., 1912.

Por consiguiente, estas tres grandes minas, que fueron llamadas como la “Gran Minería” del cobre, sentaron durante los años de la guerra los grandes proyectos cupríferos que traerían grandes ganancias al país en unas décadas más adelante. Si bien los precios del cobre estuvieron deprimidos en esos años, entre 1914 y 1918 la producción casi se triplicó, y las exportaciones aumentaron de tal modo, que ya en 1917 representaban el 19% de las exportaciones chilenas[94].

No obstante que el cobre comenzaba a gravitar de manera importante en las exportaciones chilenas, por muchos años no hubo casi beneficio alguno para las arcas fiscales. En otras palabras, pese a que las compañías cupríferas generaron un mayor dinamismo económico por la adquisición de materias primas, mayores empleos y la necesidad de productos agrícolas e industriales, sus enormes ganancias no tuvieron costo alguno mayor, pues no pagarían casi ningún tributo hasta 1925[95].

De estos hechos analizados, es decir, la mayor concientización gubernamental sobre lo expuesta que era la economía nacional a los vaivenes internacionales, que comenzó mayormente durante el gobierno de Barros Luco (1910-1915) y sin duda se intensificó durante los años en que transcurrió la Primera Guerra Mundial, junto a la mayor competencia que significó el salitre sintético para el salitre chileno, es que se fue acentuando una tendencia a disminuir la proporción en los ingresos de las rentas aduaneras y aumentarlas a partir de los impuestos internos. Y algo se logró como hemos señalado: si en 1913 los ingresos aduaneros representaban alrededor de un 85% de las entradas ordinarias, cuatro años más tarde formaban el 75%[96].

Manejo de explosivos en el mineral de Chuquicamata, 1929.

Esa mirada y concientización llevaron a que los ministros de hacienda, sobre todo de los años 1919 y 1920 —que experimentaron cómo aumentaba la producción de salitre, disminuían las exportaciones y se cerraban oficinas— tuviesen una mirada más crítica sobre la necesidad de realizar cambios en el sistema impositivo y en la proporción que debía existir respecto de las entradas fiscales. En este sentido, cuatro fueron los principales argumentos que manifestó el ministro, Luis Claro Solar en 1919. En primer lugar, analizó cómo países como Rusia e Inglaterra organizaban sus finanzas de tal manera que los impuestos directos siempre eran mayores que los indirectos, permitiéndoles mayores grados de estabilidad económica. En segundo lugar, justificaba que un sistema fiscal que se basa fundamentalmente de los réditos de los impuestos indirectos, tiene la desventaja de entrabar el progreso como producto de las inspecciones y vigilancia a que obligan y de la gran cantidad de personal que requieren, como se refleja en la gran cantidad de personal en las administraciones de aduana. En tercer lugar, argumentó que las imposiciones indirectas tenían un problema vinculado con la “justicia tributaria” entre los que son ricos y quienes no lo son, siéndoles menos beneficiosa a los más pobres. Y, por último, se expresó que los impuestos indirectos, por mucho dinero que entregaban, no proporcionaban la estabilidad suficiente, en la medida en que están sujetos constantemente a fluctuaciones externas[97].

Luis Claro Solar.

El hecho clave, entonces, pareciera ser que estos ministros estaban poniendo en cuestión gran parte del modo en cómo se había estructurado el sistema de entradas fiscales, en la medida en que, como afirmara el ministro de Hacienda, Daniel Martner, en 1921, el problema había sido cuando durante el gobierno de Santa María, los derechos de exportación del salitre se computaron como entradas ordinarias. En palabras de Martner:

“Si hasta el año 1879 imperaba una manifiesta normalidad y seguridad en el monto de las entradas y en el monto de los gastos, pudiéndose prever con regularidad toda falta de recursos venideros, desde entonces acá ha reinado manifiesta irregularidad e incertidumbre en la obtención de los recursos necesarios y, por lo tanto, en la consecución del equilibrio de los ingresos y los egresos, a causa de estar sometidos los primeros a alteraciones con mucha frecuencia imprevistas y a menudo considerables en el probable rendimiento del año siguiente y aun del propio de que se trate. Esto ha debido ser desde aquellos tiempos hasta ahora, razón de graves trastornos de naturaleza administrativa-financiera[98]”.

Desde esa lógica es que el ministro entró a cuestionar, muy profundamente, la estructura de las entradas desde la Guerra del Pacífico en adelante, al haberse tomado la mala decisión de que el salitre no haya sido considerado como una entrada extraordinaria que hubiese permitido una mejor organización financiera. Y más aún, dirá que ello se vio agravado por algunas malas decisiones. Entre ellas: la abolición de varios impuestos importantes desde 1880, como fueron el estanco al tabaco, los derechos de exportación al cobre y de la plata, los derechos de alcabala e imposición, entre otros. Por otra parte, la decisión de traspasar a las municipalidades, en 1891, algunas contribuciones que le entregaban importantes entradas al fisco, como eran el de haberes y patentes. Y por último, el condicionar los recursos fiscales a la suerte de la industria del salitre[99]. Son estas reflexiones las que llevarán a estos ministros a buscar llamar la atención del Congreso y la ciudadanía en torno a la necesidad de crear un impuesto que era esquivo e indeseado sobre todo por las clases más altas: el impuesto a la renta, del cual hablaremos más adelante.

Por lo tanto, en último término lo que se estaba manifestando entre los ministros de hacienda de los últimos años de la presidencia de Sanfuentes, y que se estaba manifestando también en todo el espectro político chileno a nivel general, eran nuevos lineamientos de política económica, nuevas orientaciones sobre cómo debía seguir orientándose el crecimiento del país y el sistema económico en su generalidad. Era una apertura a la necesidad que tenía el país por realizar un mayor esfuerzo impositivo interno, uno que recayese ahora sobre la riqueza y los ingresos. Aunque no fueron críticas profundas ni mucho menos al sistema económico tal y como estaba estructurado, terminaron impactando fuertemente tras el fin del parlamentarismo.

Respecto de la conversión al régimen metálico, que como se señaló en el capítulo anterior se fue postergando por la falta de equilibrio fiscal y las emisiones monetarias, debía por la Ley de 1909 efectuarse la conversión para enero de 1914. Sin embargo, el descenso del cambio internacional y el conflicto bélico en Europa llevaron a posponer la convertibilidad, mandándose un proyecto para aplazar la conversión para enero de 1917[100]. Pero nuevamente, llegado ese año, las condiciones económicas internas la volvieron a aplazar: se propuso primero para diciembre de 1919, luego julio de 1920 y diciembre del mismo año[101]. Lo que hizo que durante el parlamentarismo, a excepción de los años 1895-1898, la conversión al patrón oro tuviera que esperar hasta la llegada de la misión Kemmerer, como se analizará en el próximo capítulo. Aunque sí es interesante señalar que, como producto de la alta inflación que se generó durante los años de la guerra y la inestabilidad de la moneda, es que se hizo más presente que antes entre los ministros de Hacienda, como Luis Claro y Guillermo Subercaseaux, la propuesta al Congreso de establecer un banco central con prerrogativa emisora, que regulase el cambio y diera estabilidad a la moneda[102].

Respecto de la deuda pública, pese a que el gobierno de Sanfuentes experimentó gran parte del período de la guerra y una recesión económica al final de su mandato, mostró un buen manejo de las finanzas públicas. Esto le permitió, a diferencia de la administración anterior, reducir la deuda pública en alrededor de un millón de libras esterlinas durante su Gobierno[103].

Ahora bien, mayores cambios en el Ministerio de Hacienda ocurrirán durante el último Gobierno del período parlamentario. No fueron cambios profundos, pero sí una profundización respecto de ciertos ejes económicos que se habían venido desarrollando y una cierta “novedad” respecto del planteamiento político para llevar adelante esos cambios. Y quien encarnó esos nuevos aires de transformación fue la figura de Arturo Alessandri Palma.

Alessandri no hizo más que hacer eco del ambiente tenso en materia social como producto de las dificultades económicas que habían golpeado fuertemente a las clases medias y bajas desde hacía décadas, y sobre todo tras la Primera Guerra Mundial. Si bien es cierto que desde mediados del año 1919 y todo el año de 1920 la economía estuvo en bonanza, aumentando las exportaciones de salitre, lo cierto es que durante los años de la guerra el tema de la “cuestión social” se intensificó como producto de las crisis económicas de 1914-1915, la alta inflación que hubo durante esos años, el deterioro de los salarios reales, cesantía en los sectores salitreros, la situación habitacional en las ciudades, entre otras cosas. Al mismo tiempo, tras el término del conflicto, Chile entra en una recesión como producto de la mala situación económica en Europa y la competencia del salitre sintético. De ese escenario es que hubo una acumulación de stock de salitre y bajaron los precios de este último mineral y del cobre, traduciéndose en una caída de PIB de —11,3%. Ello condujo a un enorme desempleo, menores ingresos fiscales, y una espiral inflacionaria desde 1918 que alcanzó a 22,7% en 1919 y un 14,6% en 1920, sin que existiese algún tipo de “red social” que aliviase las dificultades económicas[104].

Aduana de Antofagasta, 1903.

El fin de la guerra, mucho más que antes, mostró las limitaciones de la estructura económica del país y de la mala organización de las finanzas públicas que tanto criticaban los ministros de hacienda del Presidente Sanfuentes. En otras palabras, la recesión económica que se presentó tras la guerra manifestó la sobredependencia en la producción y exportación de materias primas, políticas tributarias y monetarias deficitarias, y un Estado que no había logrado crear una red de asistencia social más orgánica. Aquí es donde aparece la figura de Alessandri, el “León de Tarapacá”, quien sensibilizado enormemente con el deterioro de las clases bajas cuando fue senador por Tarapacá en 1915 y de los nuevos aires ideológicos de los partidos Liberal y Radical que lo levantaron como candidato presidencial, protagonizó una forma de hacer política que iba a ser la “tónica” desde ese entonces en adelante.

El programa de gobierno de Alessandri incluyó terminar con el régimen parlamentario e instaurar un régimen presidencialista para que el Ejecutivo tuviese mayor poder y existiese mayor estabilidad en las políticas llevadas adelante, mediante la creación de una nueva Constitución política. Asimismo se quiso promulgar una legislación laboral que protegiera los derechos de los trabajadores, controlar la inflación para cuidar la estabilidad de la moneda, y reformas tributarias para alcanzar menor dependencia económica de los mercados internacionales y del comercio exterior. Sin embargo, Alessandri no logró terminar con los males del parlamentarismo y el Congreso se resistió a legislar las reformas enviadas a esa institución. Ese obstruccionismo parlamentario que trajo decepción y tensión social, sólo terminó cuando un grupo de oficiales jóvenes intervino en el Congreso Nacional, en septiembre de 1924, y mediante un ruido de sables logró que se aprobaran en un solo día todas las reformas[105].

Pese a que hubo momentos de gran deterioro económico y de malestar social que acompañaron al obstruccionismo parlamentario[106], el gobierno de Alessandri logró realizar y profundizar algunas reformas importantes a nivel de las finanzas públicas en distintos ámbitos: en los FF.CC., a nivel arancelario y en materia tributaria.

En este sentido se trabajó para terminar con los constantes déficit existentes en FF.CC., que aún se hacían presentes pese a las reformas introducidas el año 1914. Y es que en 1921 el déficit de Ferrocarriles del Estado fue de casi tres millones y medio de libras esterlinas, por ello Alessandri decidió reorganizar la empresa e implementar un riguroso programa de austeridad en los gastos, permitiendo un superávit para 1922. Al mismo tiempo, se realizó un ambicioso programa de construcción de nuevas líneas férreas, aumentando éstas de 4.579 km en 1920, a 5.459 km en 1925[107].

En materia arancelaria, debido a los constantes déficit fiscales existentes y la presión de los industriales, se aumentaron los impuestos a las importaciones. Así, en 1921 el Congreso decretó una nueva alza de aranceles, donde los derechos a las importaciones se alzaron en promedio en un 50%, y se gravó a los artículos considerados de lujo en un 100%[108]. Respecto de la Gran minería del cobre, que prácticamente era responsable del 90% de la producción y había alcanzado ya casi el 16% del mercado mundial, se le estableció un impuesto hacia 1925.

Pero el mayor cambio en términos de los ingresos fiscales fue sin duda el impuesto a la renta. Si bien ya existía uno establecido hacia 1915, éste no era muy significativo y estaba latente entre los Ministros de Hacienda la necesidad de aumentar los impuestos internos, como ya se señaló. Por esto es que desde 1918 se envió al Congreso un proyecto para crear ese impuesto, bajo el argumento que permitiría crear un sistema impositivo acorde con un sistema financiero moderno y daría estabilidad en los momentos de crisis, equilibrando el presupuesto[109]. Esta idea fue la que asumió también el gobierno de Alessandri, quien con más vehemencia retomó la iniciativa de su antecesor para reformar el régimen tributario. Esto lo expresó el ministro de Hacienda, Daniel Martner, cuando le informaba al Congreso que el Presidente:

“…no ha podido menos que preocuparse con tesón desde un comienzo en la realización de tan elevado pensamiento, a pesar de la certidumbre que debía tener de las muchas dificultades con que habría de tropezar en ella, por la natural oposición que toda nueva contribución provoca en los círculos afectados, que en este caso se extienden por la población del país en amplitud mucho mayor que en los demás gravámenes. Y deber del Congreso cooperar, con su acción eficaz y su elevado espíritu tradicional a los esfuerzos del Ejecutivo por introducir, tan pronto como sea dable, el impuesto a la renta en el país, como base de la organización que en el futuro habrán de tener las finanzas nacionales. Se sentará con este paso un principio de orden, equidad y seguridad en la vida económica de la República”[110].

Al introducir este impuesto, se buscaba transformarlo en el eje del sistema financiero nacional, reduciendo así el porcentaje de las entradas por concepto de exportación del salitre. El éxito de tal medida se alcanzó en 1924, cuando el Congreso finalmente aprobó el impuesto sobre la renta, suprimiendo la Ley de Haberes como las relacionadas con los valores mobiliarios. De este modo, el establecimiento de este impuesto tuvo un importante impacto en las finanzas públicas: si hacia 1920 los impuestos internos representaba el 0,9% del PIB, en 1925 subieron a 2,3% del PIB. Ello permitió iniciar un camino en el cual se comenzaba a reducir la incidencia de los impuestos al comercio exterior para el financiamiento estatal[111].

Es interesante plantear, a modo de análisis final, que con la introducción del impuesto a la renta y su efecto sobre los ingresos fiscales, de alguna manera se invierte la tendencia a eliminar o reducir los impuestos internos y darles una mayor preponderancia a los impuestos provenientes del comercio exterior. Ese cambio, como se ha analizado, comienza tímidamente con la crítica y debate a nivel nacional en la década de 1890, del cual el Ministerio de Hacienda tomó un rol de liderazgo, en torno a ir modificando la situación tributaria y financiera del país. Ello se fue cristalizando desde los primeros años del s.XX, y culminó con el impuesto sobre la renta, que permitió que el Estado fuese un poco menos dependiente de los vaivenes económicos externos.

[1] Armando De Ramón, Historia de Chile : desde la invasión incaica hasta nuestros días (1500-2000), Santiago, Editorial Catalonia, 2003, p. 101.

[2] Carmen Cariola y Osvaldo Sunkel, Un siglo de historia económica de Chile: 1830-1930, Santiago, Editorial Universitaria, 1990, p. 42.

[3] Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña, Historia del siglo XX chileno, Santiago, Editorial Sudamericana, 2001, p. 17.

[4] Correa y otros, op. cit., pp. 18-19; Simon Collier y William Sater, Historia de Chile 1808- 1994, Madrid, Cambridge University Press, 1998, pp. 143-144.

[5] De Ramón, op. cit, p. 79.

[6] Cristián Gazmuri R., Historia de Chile. 1891-1994: política, economía, sociedad, cultura, vida privada, episodios, Santiago, Ril Editores, 2012, p. 36.

[7] Véase Juan Ricardo Couyoumdjian, Chile y Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial y la Postguerra, 1914-1921, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1986, pp. 181-184.

[8] Billinghurst, Legislación sobre salitre y bórax, pp. 276-277, en Juan Ricardo Couyoumdjian, “Aspectos económicos de la época del salitre”, artículo inédito, p. 5.

[9] Alejandro Silva de la Fuente, “Los derechos de exportación del salitre”, en Semana del salitre celebrada en Santiago de Chile, abril de 1926. Santiago, Imprenta y Litografía La Ilustración, 1926, pp. 474-476.

[10] [Erwin] Semper y [Wilhelm] Michels, La industria del Salitre de Chile, Traducida directamente del alemán i considerablemente aumentada por Javier Gandarillas & Orlando Ghigliotto Salas, Santiago, Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona, 1908, p. 166.

[11] Ministerio de Hacienda. Memoria que el Ministro del Despacho en el Departamento de Hacienda presenta al Congreso Nacional. Santiago, 1892, p. LXXIX.

[12] Carmen Cariola, Osvaldo Sunkel, Un siglo de historia económica de Chile: 1830-1930, Santiago, Editorial Universitaria, 1990, pp. 87-88.

[13] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1893, p. LII; Cariola y Sunkel, op. cit., pp. 85-86;

[14] Memoria del Ministerio de Hacienda 1892, op. cit., p. LXXX.

[15] J. R Brown, “Nitrate Crises, Combinations, and the Chilean Government in the Nitrate Age”, en Hispanic American Historical Review, Vol. 43, Nº 2, 1963, pp. 230-246, Gonzalo Vial, Historia de Chile (1891-1973), Vol II, Triunfo y decadencia de la oligarquía (1891-1920), Santiago, Editorial Santillana, 1983, pp. 125-128.

[16] Juan Ricardo Couyoumdjian, “Una experiencia fértil: la propaganda salitrera chilena en el exterior”, en Imágenes del Salitre, Santiago, Archivo Nacional, 2000, pp. 1-4

[17] Elaborado por J. R. Couyoumdjian a partir de Roberto Hernández, El Salitre (Resumen histórico desde su descubrimiento y explotación), Valparaíso, Fisher Hermanos, 1930; Markos Mamalakis The Role of Government in the Resource Transfer and Resource Allocation Process: The Chilean Nitrate Sector, 1880-1930, Milwaukee, Center for Latin American Studies, The University of Wisconsin 1971 y Braun y otros. Economía Chilena 1810-1995: Estadísticas históricas, Santiago, Pontificia Universidad Católica de Chile. Instituto de Economía, 2000.

[18] Cariola y Sunkel, op. cit., p. 89.

[19] Luego de la supresión de los impuestos de exportación en 1897, se establecieron otros en los años siguientes: a las barras de plata con más de 50% de pureza en 1906, a los boratos en 1915 y a los minerales de hierro en 1925. Carlos Humud, “Política económica chilena desde 1830 a 1930” en Estudios de Economía, Nº 3, 1974, pp. 99-104

[20] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1894, p. LXIII; Memoria del Ministerio de Hacienda, 1895, pp. LXVI-LXVI; Memoria del Ministerio de Hacienda, 1896, p. XCIII; Marcello Carmagnani, Desarrollo industrial y subdesarrollo económico. El caso chileno (1860-1920), Santiago, Centro de investigaciones Diego Barros Arana, 1998, pp. 124-131; Gonzalo Vial, op. cit, p. 259;

[21] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1894, op. cit, p. XXVI.

[22] Humud, op. cit., pp. 32-39

[23] William F. Sater, “Economic nationalism and tax reform in nineteenth century Chile”, The Americas, (Washington D. C.) Vol. XXXII, Nº 2. Octubre 1976, 311-335; Collier y Sater, op. cit, p. 151; Memoria del Ministerio de Hacienda, 1888 p. 109.

[24] Sergio Villalobos R. y Rafael Sagredo B., Los Estancos en Chile, Santiago, Fiscalía Nacional Económica, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2004 pp. 152-157

[25] Cariola y Sunkel, op. cit, p. 90.

[26] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1894, op. cit., p. XXVI.

[27] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1902, p. 366.

[28] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1892, p. LXXIII. Alejandro Bertrand, Memoria acerca de la condición actual de la propiedad salitrera en Chile… Santiago, Imprenta Nacional, 1892, pp. LXVII-LXIX

[29] Véase al respecto, Abelardo Aldana (dir.), Resumen de la Hacienda Pública de Chile: desde 1833 hasta 1914. = Summary of the finances of Chile: from 1833 to 1914, London, Spottiswoode & Co. Ltd., 1915. pp. 29-37

[30] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1894, op.cit., pp. 734-737.

[31] Ibíd, pp. XXX-XXXI.

[32] Memoria del Ministerio de Hacienda, op. cit, 1894, pp. XXVIII-XXVII.

[33] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1895, p. LXXXIII.

[34] Gonzalo Vial, op. cit, pp. 152-153.

[35] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1903, p. L.

[36] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1896, p. XL.

[37] Ibíd, p. XLI.

[38] Ibíd, pp. XLV-XLVI.

[39] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1907, p. 295.

[40] Artículo 34 de la Ley Nº 1515 de 20 de enero de 1902, en www.leychile.cl consultado 17-9-2013; Memoria del Ministerio de Hacienda 1910, p. LXII.

[41] Erik Haindl, Chile y su desarrollo económico en el siglo XX, Santiago, Universidad Gabriela Mistral, 2006, p. 78.

[42] Ibíd, p. CXLVII.

[43] Las leyes respectivas en www.leychile.cl consultadas el 17-9-2013

[44] Memoria del Ministerio de Hacienda 1888, p. 110; Memoria de Ministerio de Hacienda, 1914, p. 312.

[45] Diego Barría Traverso, “Continuista o rupturista, radical o sencillísima: la reorganización de ministerios de 1887 y su discusión político-administrativa”, Historia (Santiago) 41, Vol. 1, enero-junio de 2008, Universidad Católica, p. 15.

[46] Ibíd, pp. 15-16.

[47] Diego Barría Traverso, “La Guerra del Pacífico y la Hacienda Pública: complejización y burocratización de algunas agencias públicas” en Primer Congreso Chileno de Historia Económica. Actas, Santiago, Universidad Andrés Bello, 2011, p. 267

[48] Boletín de Sesiones del Senado. Sesión 5ª Extraordinaria, 3 de diciembre de 1886, p. 72, en Barría, “Continuista”, op. cit, p. 20.

[49] Ibíd, pp. 20-21. El texto de la ley en Ricardo Anguita, Leyes promulgadas en Chile: desde 1810 hasta el 1º. De junio de 1912, Vol 3, Santiago, Impr., Litografía y Encuadernación Barcelona, 1912, p. 16.

[50] Artículo 5º de la ley en Ibíd.

[51] Luis Blest Gana, Guía administrativo publicada por encargo del Ministerio del Interior para el servicio de las intendencias y gobernaciones de la República. 1892. Santiago, Imprenta Nacional, 1892, pp. 28-29.

[52] Aldana, op. cit., p. 9.

[53] Ibíd., pp. 6-7; Juan Ricardo Couyoumdjian, “La Tesorería Fiscal de Chile en Londres, 1904.1927. Notas sobre una institución particular”. Boletín de la Academia Chilena de la Historia Nº 117, 2002, pp. 13-14.

[54] Aldana, op. cit., p. 7.

[55] Ibíd., p. 8

[56] Ibíd., p. 10.

[57] Véase, René Millar Carvacho, Políticas y teorías monetarias en Chile, Santiago, Editorial Gabriela Mistral, 1994, pp. 138-196 y Juan Pablo Couyoumdjian, “Introducción”. En Edwin Kemmerer, Legislación bancaria y monetaria, Biblioteca Fundamentos de la Construcción de Chile. Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Biblioteca Nacional, Santiago, Chile, 2011, p. XV.

[58] Ibíd., pp. 197-205

[59] Millar, op. cit., pp. 223-227; Juan Pablo Couyoumdjian, op. cit., p. XVI.

[60] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1892, p. LIX.

[61] Millar, op. cit., pp. 221-250.

[62] Collier y Sater, p. 155; Millar, op. cit, pp. 248-273; Juan Pablo Couyoumdjian, op. cit, p. XVII.

[63] Collier y Sater, loc. cit.

[64] Millar, op. cit., 274-318; Vial, op. cit, pp. 437-439; Collier y Sater, op. cit, pp. 155-156; Juan Pablo Couyoumdjian, op. cit., pp. XVII-XVIII

[65] Millar, op. cit., pp. 329-339; Juan Pablo Couyoumdjian, op. cit. p. XVIII

[66] Memoria del Ministerio de Hacienda, 1895, p. XCI.

[67] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1899, pp. LXX-LXXVI.

[68] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1899, p. LXXXVI.

[69] Véase Memorias del Ministerio de Hacienda, 1910, p. CXV.

[70] Erik Haindl, Op. Cit, p. 43.

[71] Erik Haindl, Op. Cit, p. 45.

[72] Ian Thompson, Dietrich Angerstein, Historia del ferrocarril en Chile, Santiago, Dibam, 1997, p. 81.

[73] Ibíd, p. 167.

[74] Ibíd, pp. 82-83.

[75] Ibíd, p. 17.

[76] Erik Haindl, Op. Cit, p. 44.

[77] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1907, p. 44.

[78] Erik Haindl, Op. Cit, p. 43.

[79] Gonzalo Vial, Op. Cit, p. 549.

[80] Ian Thomson y Dietrich Angerstein, Op. Cit, p. 106.

[81] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1910, p. XVIII.

[82] Ian Thomson y Dietrich Angerstein, Op. Cit, p. 107; Gonzalo Vial, Op. Cit, p. 551.

[83] Erik Haindl, Op. Cit, p. 47; Simon Collier, William Sater, Op. Cit, p. 153.

[84] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1914, p. 105.

[85] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1914, pp. 180-181.

[86] Gonzalo Vial, Op. Cit, p. 553.

[87] Ibíd, p. 553; Collier, p. 156.

[88] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1914, pp. 70-71.

[89] Collier y Sater, op. cit, p. 149; Haindl, Op. Cit, p. 47.

[90] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1918, pp. CLXXV-CCXI.

[91] Simon Collier, William Sater, p. 150.

[92] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1892, p. XCVIII.

[93] Gonzalo Vial, Op. Cit, pp. 538-539; Simon Collier, William Sater, Op. Cit, p. 150

[94] Ibíd, p. 150.

[95] Gonzalo Vial, Op, Cit, p. 540.

[96] Ibíd, p. 614.

[97] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1918, pp. CCCCIX-CCCCXI.

[98] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1920, p. CCCL.

[99] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1920, pp. CCCL-CCCLII.

[100] Ministerio de Hacienda, Op. Cit p. 1914, p. 308.

[101] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1920, p. 324.

[102] Gonzalo Vial, Op. Cit, p. 620.

[103] Erik Haindl, Op. Cit, p. 50.

[104] Erik Haindl, Op. Cit, pp. 52-53.

[105] Ibíd, p. 124.

[106] Como lo fueron la disminución de la exportación de salitre, durante el año 1921 y 1922, con todas sus consecuencias de cierre de oficinas, desempleo y menores ingresos fiscales, mayor gasto que no necesariamente se tenía, para realizar políticas de ayuda social a los desempleados del salitre e inversiones a FF.CC., entre otras cosas, el aumento de la deuda pública y la emisión monetaria, el aumento de la inflación, y por último múltiples protestas sociales ligado a lo anterior señalado, donde una de las más sangrientas y difíciles fue la que se realizó en la oficina salitrera de San Gregorio. Gonzalo Vial, Op. Cit, pp. 226-228

[107] Erik Haindl, Op. Cit, p. 54.

[108] Simon Collier, William Sater, Op. Cit, p. 184.

[109] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1918, pp. CCCCXVI-CCCCXV.

[110] Ministerio de Hacienda, Op. Cit, 1920, p. CCCLV.

[111] Haindl, op. cit., p. 55.

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