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Conclusión

El ecosistema de la Educación Financiera en Chile muestra una expansión sostenida y una creciente diversidad de actores desde el año 2007. El proceso comenzó de manera gradual, con pocas instituciones incorporándose en las etapas iniciales, y se ha acelerado en los últimos años. 

A los oferentes tradicionales (banca, sector público no financiero y gremios) se han sumado progresivamente universidades, fintech, ONG y prestadores sociales de servicios financieros.

La mayoría de las entidades que imparten EF lo hace mediante programas estructurados y proyecta nuevas iniciativas en el corto y mediano plazo, lo que refleja una voluntad de ampliación de la oferta. La cobertura declarada es amplia, aunque heterogénea entre territorios. 

Si bien un tercio de las iniciativas señala alcance nacional, en términos regionales predomina la Región Metropolitana, que concentra la mayor proporción de menciones respecto de otras zonas del país. La entrega de contenidos combina formatos híbridos y se proyecta una migración hacia medios digitales escalables, como podcasts y aplicaciones.

Los objetivos se concentran en competencias básicas de gestión del dinero (planificación, ahorro, uso responsable del crédito y nociones de economía). Un segundo conjunto enfatiza la protección y la inclusión financiera (seguros, protección al consumidor, apoyo al emprendimiento y pagos digitales), orientado a reducir riesgos y ampliar el uso informado de servicios. En contraste, la educación tributaria aparece escasamente representadas entre los objetivos declarados.

La educación financiera en Chile se orienta principalmente a la población adulta, en especial a personas en edad laboral activa y mayores de 56 años. Aunque una parte de la oferta declara cobertura para todas las edades, la atención específica a niños y adolescentes sigue siendo limitada. 

En cuanto a los grupos poblacionales, la orientación es amplia pero heterogénea: predomina el público general y los ámbitos laboral y educativo, seguidos por hogares y perfiles vinculados a la inclusión financiera. En cambio, los grupos con mayores barreras de acceso -como mujeres fuera del mercado laboral, personas mayores vulnerables, población rural, migrantes, pueblos indígenas y personas con discapacidad- presentan una cobertura baja y dispersa. Este patrón evidencia una oferta concentrada en segmentos de fácil acceso, con espacio para estrategias más focalizadas e inclusivas.

La mayoría incorpora enfoques transversales (formación ciudadana, género, protección al consumidor), mientras que la economía del comportamiento presenta todavía una adopción incipiente.

En cuanto a los efectos de los programas e iniciativas de EF, las entidades reportan principalmente beneficios cognitivos y de desarrollo de habilidades básicas, como la mejora de los conocimientos financieros, económicos y de planificación. En un segundo plano, aunque con presencia significativa, aparecen beneficios asociados a la toma de decisiones, el uso responsable del crédito y la protección al consumidor, que reflejan una aplicación práctica de los aprendizajes. En contraste, los ámbitos previsional y tributario presentan menor presencia, al igual que los vinculados al cambio de comportamiento financiero, es decir, la adopción sostenida de hábitos.

En materia de medios y capacidades, predomina el financiamiento interno, proveniente principalmente del presupuesto de cada entidad, mientras que las alianzas institucionales actúan como un complemento relevante pero no estructural. Los equipos dedicados a educación financiera suelen ser pequeños y, en muchos casos, combinan esta labor con otras funciones dentro de la organización, lo que limita su capacidad operativa.

La tercerización de servicios para la ejecución de programas e iniciativas de EF se mantiene acotada, reflejando tanto restricciones presupuestarias como preferencias por la ejecución interna. En cambio, las alianzas entre instituciones son frecuentes, aunque en su mayoría ocasionales o de corto plazo, más centradas en actividades puntuales que en programas sostenidos de colaboración.

En cuanto al apoyo institucional, los lineamientos técnicos y normativos emitidos por organismos públicos del sistema financiero como la CMF, el Banco Central, el SERNAC y la Comisión Asesora para la Inclusión Financiera (Capif) constituyen las principales referencias utilizadas por las entidades. Estas guías sirven como marcos orientadores, reflejando su peso institucional. En contraste, la asesoría técnica y el financiamiento externo son menos frecuentes y suelen estar vinculados a proyectos específicos o a colaboraciones puntuales.

En materia de evaluación, la mayoría de las entidades realiza diagnósticos y mediciones de aprendizaje, centradas en evaluar la comprensión teórica o la satisfacción de los participantes. Sin embargo, las evaluaciones de procesos, impacto y costo-efectividad son aún incipientes, pese a que muchas instituciones manifiestan intención de incorporarlas.

Las entidades identifican retos y oportunidades comunes en la implementación de programas e iniciativas de educación financiera.

Entre los principales desafíos, destacan la dificultad de llegar y mantener la participación de los públicos objetivo, asegurar la pertinencia territorial y segmentada de los contenidos, y mejorar los sistemas de medición, incorporando líneas base, indicadores y evaluaciones de impacto. También se mencionan la necesidad de fortalecer capacidades técnicas y recursos, especialmente en la formación de formadores, desarrollo de contenidos y uso de plataformas, así como coordinar mejor a los actores y reducir las brechas digitales que limitan el alcance.

En cuanto a las oportunidades, las entidades observan un escenario favorable para escalar la educación financiera mediante formatos digitales y contenidos on-demand, integrarla de manera estructural en el currículo escolar y la formación docente, y consolidar alianzas público-privadas y académicas que amplíen cobertura y sostenibilidad. Asimismo, las entidades valoran el marco favorable generado por las estrategias nacionales y la actualización del currículo escolar, que ofrecen un impulso desde el sector público para expandir y consolidar la educación financiera.

Para avanzar en esa dirección, se identifican tres líneas prioritarias de fortalecimiento. Primero, profundizar la pertinencia y segmentación de la oferta, adecuando los contenidos y metodologías a las realidades de cada territorio y grupo poblacional. Segundo, elevar el nivel de sofisticación de la evaluación, incorporando mediciones de procesos, impacto y costo-efectividad, que permitan comparar resultados y aprender de las experiencias. Tercero, consolidar estándares y coordinación a partir del diagnóstico inicial: un ecosistema con múltiples actores y modalidades, lineamientos referenciados, pero no armonizados (CMF, BC, SERNAC, CAPIF en proporciones dispares), evaluación mayormente básica y datos no comparables (autorreporte, posibles duplicidades, distintos criterios de conteo), además de equipos pequeños y tercerización limitada. 

Para cerrar esas brechas, es recomendable articular lineamientos comunes, avanzar en criterios de calidad y desplegar sistemas de información interoperables que registren beneficiarios y resultados con criterios compartidos. Esto requiere inversión en capacidades técnicas y canales digitales inclusivos para escalar sin profundizar brechas territoriales, complementando el desarrollo digital con instancias presenciales que aseguren cobertura efectiva y equidad territorial. En este marco, la articulación multisectorial e interinstitucional resulta clave para integrar recursos, conocimientos y redes, potenciando el impacto de las iniciativas y su sostenibilidad en el tiempo.

En definitiva, el objetivo es mejorar el bienestar y la resiliencia financiera de la población, y de consolidar una política de educación financiera de alcance verdaderamente nacional.

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